“Nomás llora uno bajito. Todo el tiempo es el mismo dolor. ¿El cura? ¡Qué va!, sólo nos pide rezar y aguante, pero la justicia no llega”, me susurró Georgina Peña Rojas, una de las 27 mujeres que perdieron marido o hijos en Huautla, municipio de Heliodoro Castillo, mejor conocido como Tlacotepec. La ejecución de 27 personas, niños entre ellas, ocurrió en 1993. ¿Ha cambiado algo desde entonces? Sólo la ferocidad, hoy los degüellan. Guerrero vive en guerra permanente.
“¿Carne? ¡No, señor! Tortillas, salsa, frijoles”, respondió Georgina cuando le pregunté por su dieta alimenticia. En ese momento, en tono de plañideras, se unieron al comentario María Santos Rojas y Leonor Escobar González. La comunicación fue difícil, sus lágrimas rodaban sobre las mejillas, la voz de las tres se distorsionó hasta transformarse en lamento, en reclamación, jamás en desahogo.
“Antes vimos el video original de la matanza de Tlacotepec. 35 minutos de horror filmados -todavía no sé si por morbo, mera curiosidad, o porque alguien requiriera una prueba de la ejecución-. Quienes lo filmaron aseguran haber recogido mil o más casquillos, y de inmediato solicitan el anonimato, porque como se pudo ver en la película, varios recibieron el tiro de gracia. No es casual que tengan orificios en la nuca. No queremos tener problemas”.
En 1996 y hoy, de las voces de las tres plañideras entiendo que trabajan o trabajaron para el DIF estatal, que no pueden regresar a sus predios o parcelas porque tienen miedo, que si se quedan en Tlacotepec medio mueren de hambre. Esta imagen persistió hasta el momento de la conversación con María de la Luz Núñez Ramos, entonces presidenta municipal de Atoyac de Álvarez, en la Costa Grande. La queja de las viudas adquirió fuerza cuando la presidenta expuso: “En Guerrero, los derechos humanos se atropellan por tradición, por costumbre y por atraso. Los gobernantes han pretendido acostumbrar a la sociedad a la violación del Estado de Derecho. Intentaron siempre, con perseverancia y continuidad, presentar a la arbitrariedad como norma; han intentado despojarnos de la capacidad de indignación y de asombro. Mucho es lo que han logrado. No son pocos los que ven con normalidad los abusos de poder”.
La muerte es tema en todas las conversaciones de la Costa Grande. Así, como un oráculo irreverente, regresa la declaración de María de la Luz Núñez Ramos: “La transición a la democracia será pacífica o no lo será. Para mí y desde mi óptica personal, es tiempo de sepultar para siempre la cultura de la violencia y de la guerra; del militarismo; de las formas duras de hacer política y establecer reglas no escritas de la competencia por los puestos de elección… Nadie tiene derecho a declarar una guerra; a intentar envolvernos a todos en la espiral de la muerte, y al mismo tiempo exigir que todos los apoyemos proclamando su derecho parcial a la impunidad”.
No deja espacio para el optimismo. Poco importa quién gane las elecciones el próximo domingo en Guerrero, porque al igual que en Oaxaca, la violencia ha rebasado a los usos, costumbres y autoridades.
Nada ha variado, sólo la violencia y los actores de la guerra. Acuérdense de lo ocurrido cuando se informó que un total de 27 personas fueron ejecutadas en diversos lugares de Acapulco, 14 de ellas decapitadas y un degollado, todos asesinados con armas de alto poder en la madrugada del último 8 de enero, mientras grupos armados atacaron a balazos dos cuarteles policiacos que se encuentran en la zona urbana del puerto, con un saldo de un policía herido en el de la colonia Zapata.
¿Cuándo terminará la Guerra en el paraíso?
Es posible que E. M. Cioran tenga razón: “En la historia sólo los periodos de decadencia son cautivadores, pues en ellos es en los que se plantean de verdad las cuestiones de la existencia en general y de la historia en cuanto tal. Todo se alza hasta el nivel trágico, todo acontecimiento cobra de repente una dimensión nueva”, como ocurrió con los antojos y extravagancias de Martha Sahagún. Es la mala desmesura.
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