-¿Para qué escriben, si aquí nadie lee?-, solían soltarnos con displicencia burlona los “guías” de los nuevos tiempos cuando estábamos por elegir la carrera a seguir.
-¡Váyanse a la televisión, a la producción, hasta a la radio si quieren, pero olvídense de la palabra escrita; éste es un país de analfabetas!-, nos repetían hasta el cansancio.
La palabra escrita, la tinta y el papel eran, para los nuevos hombres del siglo que acababa, ¡sucios vejestorios! de los que había de deshacerse lo más pronto posible ante el arribo del nuevo milenio.
Libros y periódicos eran ya –y más ahora—vistos como dinosaurios prontos a extinguirse, no sólo por lo cómodo que resultaban la radio y la televisión para una sociedad floja y adormecida, sino por el arribo de nuevas tecnologías que privilegian las imágenes ante la ardua labor de la lectura y el pensamiento.
Pertenezco a la “vieja guardia”, me decía desde los 18 años, mientras acariciaba y acomodaba libros por orden alfabético en los anaqueles de la Librería Francesa en la esquina de Reforma y Niza.
Largas crónicas, entrevistas y reportajes fueron todavía posibles en periódicos hacia el final de los ochentas y los noventas, pero luego vino el remolino y los (y nos) alevantó. Los espacios se hicieron diminutos, las infografías desplazaron a los textos y las suculentas crónicas fueron sustituidas por meros flashes “informativos”. Pocas publicaciones resistieron el embate de los nuevos tiempos.
Pero entre esos recuerdos, en medio de esa melancolía, escuché –leí– la voz de Mario Vargas Llosa con motivo de su Premio Nobel:
“Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”.
Se me fue el aliento. Un yo interior asomaba, sonreía y vertía lágrimas al mismo tiempo. Seguí las palabras de Vargas Llosa, una a una:
“Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno”.
El tiempo desapareció entre las líneas de su discurso y yo me vi otra vez acariciando las páginas de los libros y sumergiéndome en sus palabras.
Leer, como bien dice el hoy Premio Nobel de Literatura, “es protestar contra las insuficiencias de la vida”.
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