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Jacobo Zabludovsky | |
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22 noviembre 2010 Bucareli | |
200 años de Independencia, un siglo de Revolución y 100 días de kermés heroica integran la contabilidad de nuestra historia. Militares, deportistas y políticos en campaña clausuraron ayer las fiestas conmemorativas de algo disperso en la bruma de intenciones confusas, proyectos abortados, despilfarros cínicos y barnices presurosos aplicados sobre superficies de cartón. Hora de hacer balance, cortes de caja saqueada, el debe y el haber entre la celebración y lo celebrado, no confundir una cosa con otra. Del bicentenario del Grito de Dolores, circunscrito a septiembre, sobrevive el recuerdo de un monigote sin ton ni son, oficio ni beneficio, hijo de padre desconocido que la vox populi apodó el coloso, bautizo acertado que podría extenderse a toda la “celebración” enfocada a lo grande y no a lo grandioso. Con más rapidez que la de su creación lo desaparecieron en alguna fosa común colectiva y sin lápida, hoy tan de moda. Y se acabó esa fiesta. La otra, la de noviembre, fue dedicada a la Revolución, dividida en siglo XX y siglo XXI: 90 años de construcción y errores y 10 de estancamiento y desilusión. La Revolución, en su primera década, nos dio la Constitución. En su segunda impulsó la cultura y las artes, la educación rural y superior. En la tercera repartió la tierra entre los campesinos, nacionalizó el petróleo. En la cuarta estimuló la industrialización. Con todas sus desviaciones y equivocaciones, instaló escuelas y preparó maestros para 30 millones de niños, creó el Seguro Social, aplicó las leyes obreras sin olvidar que el derecho laboral es tutelar de los intereses del trabajador. Se construyó la Ciudad Universitaria, patrimonio de la Humanidad. Se tendieron caminos, no solo los de cemento sino los de la convivencia, se levantaron las estructuras de un país que en medio de sus desigualdades e injusticias sociales, funciona. Sin violencia se entregó el poder al partido de la contra revolución. La primera década de este siglo ha sido la de la impotencia, o, peor, la de la ausencia de voluntad política para sacar de la miseria a la mitad de los habitantes del país. Una década de aplazamientos, regateos, acomodos y complicidades consolidativas de monopolios, multiplicadora de riqueza en menos manos y de pobreza en más hogares, indiferente ante la carencia de oportunidades de millones de jóvenes que aspiran a cosechar jitomates en Florida como única esperanza de vida. La corrupción y la pobreza han creado el infierno de ilegales y leyes humillantes. El narcotráfico, la inseguridad fomentada por las mafias dueñas de gran parte del territorio nacional, el crimen sin adjetivos y el abuso de toda clase de uniformados, crean el calvario de los que huyen. La injusticia y la pobreza. Las dos grandes causas de la Revolución, son hoy más grandes e incontrolables que entonces. De eso no se habla en los medios poderosos que manejan las conciencias. Un año perdieron en discusiones sobre como impedir la obesidad en los niños de primaria para terminar dándole la razón a la cocacola, gran anunciante. El tema son las papitas en un país en que 20 millones de jóvenes se acuestan y se levantan con hambre. De esta hambre nadie dice nada. Los antiguos críticos de la dictadura perfecta fueron convencidos como decía Pagés Llergo: no se venden, solo se alquilan. Abandonaron la crítica por el blanco diván de tul arrullador. El jefe empieza a despedirse; con un pié en el estribo liquida deudas, paga favores, reparte premios devaluados como el peso y rechaza así las sospechas de ingratitud. Terminaron las pachangas, algunas macabras, pueblerinas las más. Frívolas, intrascendentes, sin relieve ni enseñanza, sin riqueza intelectual así fuera mínima, ninguna idea digna de ser heredada a los nietos. Es hora de impedir que crimen organizado y sistema sean lo mismo. En una época no remota un personaje importante de la iniciativa privada se declaró soldado del presidente. Se sabía, entonces, quien ordenaba y quien obedecía. Hoy se llegó a la igualdad soñada por el socialismo decimonónico: el que manda y el que obedece unieron fuerzas, se integraron en un solo grupo sin distancias ni diferencias. Los unieron sus intereses. Bien dicen que los caminos de dios son inextricables, porque solo así se explica cómo se llegó a la meta comunista de la sociedad sin clases: entrando por la cúpula. Cuando alguien haga un balance menos deshilachado habrá de considerar que, en sus principios, la Revolución tuvo a Diego pintando la capilla de Chapingo y a Orozco “El hombre en llamas” del Hospicio Cabañas, testimonios geniales de un pueblo transformador, para contrastarlos con el símbolo de la década extraviada: el esqueleto de una ballena colgando en una biblioteca. |
Testimoniar el día a día en todos los ámbitos de la vida nacional de México y el mundo ...
lunes, 22 de noviembre de 2010
Mística y rústica
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