Fragmento de la novela
Los jardines secretos de Mogador
de Alberto Ruy-Sánchez
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5. El jardín de voces
En un antiguo rincón de Mogador, ciudad de inmigraciones incontables, de sangres y lenguas y sueños que se cruzan en un arabesco infinito, hubo hace tiempo un pequeño pero muy activo barrio chino donde los jardines interiores no estaban hechos de plantas sino de piedras.
Se trataba de unas rocas extrañas que, según cuentan, habían sido traídas por mar desde los países lejanos donde se compraba la seda. Además de su belleza tenían la cualidad de cubrirse de un musgo esponjoso y rojizo que se multiplicaba rápidamente. Por eso decían en la ciudad que ahí las piedras crecían con la humedad hasta tocar el cielo, que las nubes eran lo único que apaciguaba a esas piedras.
En ese mismo rincón legendario de Mogador, muy cerca de las murallas, entre la puerta del Este y el mar, hay ahora un jardín de saltamontes que un jardinero ciego hace cantar todo el día.
Si se le visita por la mañana se verá al jardinero romper con energía todas las plantas que encuentra, incluyendo a las más bellas y extrañas. Eso siempre desconcierta a quienes lo ven por primera vez. Pero es que en este jardín no hay hojas ni flores si no son aquellas destrozadas que ese hombre deja como alimento en las pequeñas jaulas de sus grillos.
El jardinero sabe qué planta adora comer cada animal diminuto y cuáles hacen que su tono se vuelva más grave o más agudo. Califica y nombra a las flores por sus valores digestivos, es decir por la gama de sonidos que ayudarán a producir una vez digeridas. Como si el único o principal sentido de la vida de cada flor fuera transformarse en un hermoso canto de saltamontes. “La flor es al canto lo que la oruga a la mariposa. Transformación asombrosa.” Suele decir a sus visitantes.
También nos asombran las cajas de madera, de marfil o de hueso donde conserva a sus grillos. Algunas son muy sencillas pero no menos bellas, con barrotes de paja y puertas corredizas sobre pequeñas lenguas de madera. Se cuelgan de los árboles como frutas que cantan cuando uno se acerca. Otras son pequeñas esculturas. El mismo jardinero las ha labrado en maderas finas y ha escrito en relieve una caligrafía con el nombre que él da a cada grillo. Nombre derivado de la gama de sonidos a la que pertenece. También esculpe un signo que describe su lugar en el jardín de voces.
Antes de él lo hizo su padre, su abuelo y el padre de su abuelo. Hace cien años eran veinte jaulas labradas las que el bisabuelo mantuvo como un huerto exquisito. Su hijo multiplicó por cinco el huerto y el nieto por diez. Así este jardinero heredó mil jaulas y una pequeña fortuna para mantenerlas. Más el oficio familiar afinado por tres generaciones antes de la suya. Sin contar los siglos que este arte fue cultivado en China. En veinticinco años este jardinero ha hecho crecer el jardín y ya son casi tres mil las jaulas que forman senderos laberínticos, una red muy parecida a la que forman las calles de la ciudad. Cualquiera que no sepa orientarse por sus sonidos corre el riesgo de perderse para siempre en este jardín. Sus gritos de auxilio serían inútiles. Uno más entre tantos.
Son muchos las cosas que, además de la comida, pueden modificar el canto de los grillos. Y una de ellas es invisible y poderosa. Es el deseo. El jardinero sabe que algunas jaulas puestas al lado de otras hacen que toda la noche se oigan gritos entusiastas de cortejo. Y sabe que al alejarlas poco a poco un tono hondo de dolor se va apoderando de ese canto. La distancia es una cuerda imaginaria de deseos que él va templando.
Estan conmovedor y decidido el canto amoroso de estos animales que desde hace mucho tiempo los poetas de Mogador y sus alrededores lo asocian con esa pasión intuitiva de un cuerpo por otro. Ibn Hazm dice que cuando los enamorados se miran desde lejos “todos los grillos de sus cuerpos se agitan con hambre”.
Aziz Al-Gazali cuenta que en Mogador los grillos buscan el calor del fuego y por eso se alojan en las cocinas de las casas o cerca de los hornos comunitarios de pan y en las calderas de los baños públicos de vapor, los hammam, que muchas veces los ponen como emblema, grabados a la entrada. Cuenta también que en la casa de una mujer llamada Fatma, “que vio de pronto florecer sus sentidos a la luz sorpresiva del deseo, los grillos se habían instalado abajo de su cama y cantaban primaveras y veranos hasta en lo más crudo del invierno”.
Todos en Mogador parecen estar de acuerdo en que los grillos cantan diferente en cada estación del año y además son capaces de anunciarlas. Bien entrenados pueden medir con precisión la temperatura del día. Este jardinero siempre va más allá y ha logrado un tipo de grillo que mide las temperaturas del cuerpo. Es particularmente pequeño y su voz es leve y grave pero vibra con fuerza. Llaman a esta especie “la sonrisa de la luna”. Se ha descubierto que se pone a cantar cuando el deseo crece entre las personas y por lo tanto su calor. Algunos los llevan a sus citas amorosas escondidos entre la ropa, muy cerca de la piel, tratando de sentir la vibración de su canto en vez de oírlo.
Por eso Ibn Hazm, en un libro que continúa su poético manual amoroso El collar de la paloma, tiene un capítulo donde enseña a buscar con cuidado e ilusión sostenida, entre los mil pliegues de la ropa de la amada, esas grillos delatores y aconseja luego al amante seguir buscando en los pliegues del cuerpo desnudo de la amada como si fuera a encontrar en ellos mil “sonrisas de la luna”.
En este jardín de Mogador, antes de salir el sol, cuando una capa lenta de rocío cae sobre las jaulas y deposita dentro de ellas varias gotas gruesas, se oye a los grillos beber. Su silbido se humedece, su felicidad se manifiesta en gargarismos. Si llegan a tomar demasiado antes de que salga el sol se les oye una involuntaria vibración extraña, como si temblaran de frío.
Algunas tardes sin viento el jardinero ciego busca entrar en las nubes de mosquitos que se agolpan en la playa del sur justo al caer el sol. Se deja picar por ellos hasta que, inflados de sangre, ya no pueden volar, y los atrapa sin dificultad para dárselos como alimento especial a algunos de sus grillos. Especialmente a unos obesos y obscuros que mientras comen cantan de alegría notas graves como campanas gruesas.
El jardinero conoce a cada uno por sus ruidos. Sabe que las ciencias han desarrollado varios métodos certeros para clasificarlos pero a él sólo le importa distinguirlos por su voz. Y lo hace con precisión notable. Ha llegado a identificar con certeza 2633 especies diferentes de sonidos. Tuvo que restarle cuatro a su cuenta este año porque descubrió que no los hacían los grillos sino él, o más bien su cuerpo: al caminar de prisa, al respirar con dificultad los días calurosos, al suspirar de alegría mientras escuchaba a sus criaturas, al digerir con problemas ciertas hojas y flores que sus animales ya no comían y él no quería desperdiciar.
Un escribano se acerca sigiloso al jardín al comenzar la noche para ofrecer sus servicios en caso de que el jardinero tenga que anotar sonidos nuevos. Su lista crece y cada descripción se va afinando. Así, por ejemplo, al lado de Ecos de gota sobre fuego: sonido 1327, se lee esta descripción: " Como saliva entre los dientes; como una súbita ansia de beber. Se repite en intervalos de diez gotas, todas iguales".
Pero el jardinero nunca está satisfecho de su anotación con palabras. Por eso ha inventado una especie de partitura con pequeñas piedras de río de formas distintas que coloca sobre una mesa larga. Sabe muy bien que ese despliegue de guijarros, que para otros sin duda sería un tiradero, esa anotación que sólo él entiende, es también un mapa táctil de los sonidos de su jardín. Por las noches se descubre a sí mismo cantándolo con su propia voz. En más de una ocasión su propio canto del mapa lo ha llevado a reacomodar las jaulas, a modificar la composición de su peculiar sembradío.
Conmovido por la intensidad de algunas voces de su jardín y vencido por la vanidad de haberlas logrado, algunos de los sonidos descubiertos por él llevan en la lista su propio nombre. Son sus creaturas. Y las historias que a él le gusta contar sobre cada jaula, sobre cómo atrapó o logró incubar cada insecto, sobre la vida y las costumbres de sus bichos, podrían llenar de entusiasmo a quien tenga la suerte de escucharlas, como si Los Cuentos de Canterbury, los del Decamerón o los de Las Mil y una noches se hubieran originado en un jardín de grillos.
Ha llegado a controlar muchos de esos cientos de sonidos de insectos. Puede hacer que se reproduzcan: de cierta manera es capaz de sembrarlos. Experimenta sus mayores alegrías cuando los escucha florecer, madurar.
En ocasiones hasta lo que otros ven y él sólo toca, si es de verdad asombroso, se vuelve sonido para este ciego. Eso sucede de diferentes maneras pero en especial con un animal que llegó hasta Mogador en barco desde una ciudad amurallada de la Guayana ecuatorial. Es una especie extraña de saltamontes bellísimo que reina en su jardín ostentosamente: sus alas, más bellas y brillantes que las de una mariposa Morpho, tienen el doble de tamaño de su inmenso cuerpo. Son verdes y amarillas y moradas. Y el canto de este grillo despliega ese colorido de una manera que sólo el jardinero escucha.
Para él, ciego de nacimiento como su padre y su abuelo, el espacio no existe si no produce sonidos. La idea misma de un jardín callado es algo que no puede imaginar. Las voces surgen a su alrededor, florecen, forman huertos, crean un ámbito envolvente, sensaciones de lejanía o proximidad, de profundidad y perspectiva sonora, de belleza a distancia y por lo tanto de deseo.
Por eso tal vez hay quienes dicen que el jardinero no es ciego, que sólo cierra los ojos casi todo el día para multiplicar la sensación de caminar entre voces sembradas, florecientes, cosechadas.
Pienso siempre en ese jardín cuando me tocas con los ojos cerrados y tu respiración se altera en la mía. Cuando mi nombre se anuda indescifrable al tuyo en la noche. Cuando ya no sabemos lo que nos decimos y la ternura se nos llena de vocales largas, de quejas, de gemidos, de rasguños con la voz. Cuando busco en ti y hasta en los pliegues de tus sueños las más breves sonrisas de la luna. Cuando te pienso y te escucho como mi jardín de voces.
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