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domingo, 22 de agosto de 2010
Ladillas - “¡Vamos, a ellos!”
Ladillas
“¡Vamos, a ellos!”
Por Pomponio
--Compañero, ¿sabe donde están las oficinas del gobierno legítimo?
Por un momento me imagine el peregrinar de la carroza con Guillermo Prieto y Benito Juárez a bordo, caminando penosamente por los breñales del norte, con la polvareda de la caballería de los zuavos en el horizonte. Casi estoy tentado a decirles: salieron juyendo de Monterrey por culpa del traidor Vidaurri y de Bazaine, que mando una columna a Saltillo. Andan para el Paso del Norte según he oído.
Vide a los que me interrogaban. Pero no, no era 1867. Algo hay en la plaza en que estoy que hace que el tiempo no cuente, que sea irrelevante. Era el domingo 25 de julio del 2010, muy temprano, y estoy en la plancha del zócalo. Los que me interrogan es un grupo familiar que incluye un patriarca, un par de mujeres, y varios niños. Están muy quemados por el sol y reconozco el dejo de hablar de sotavento, de “la tierra muy bella que es Veracruz”.
El día anterior habíamos ido a la calle San Luis, dispuestos a “hacer un plantón”, hasta que AMLO nos aclarara cierto menester. Pero ese sábado, 24 de julio, el presidente (así, a secas, sin condicionantes) no estaba. Dicho esto, la brigada Aquiles Vaca Briones no estableció campamento en esa abrupta serranía.
--No sé cómo llegar –les explique--. Sé que es en la calle San Luis pero yo no soy de este lugar. ¿Ustedes son de Veracruz?
--Si, de … y vinimos nomas para el acto. Pero queríamos ver si AMLO nos da la mano para pagar el regreso.
Este, me imagine, no sería en el ADO ejecutivo sino en una unidad vieja que se pararía en cada gallinero y no usaría las carreteras de cuota sino la que se va bordeando la barranca.
--Pos como les digo, paisanos, es en la calle San Luis. Aquí hoy ni se hagan ilusiones de poder hablar con él. Tengan –dije dándoles unos pesos—para que coman los chiquitos.
No supe más de ellos. Se perdieron en la multitud. Si llegaron a hablar con AMLO estoy seguro que la generosidad de la gente de tierra caliente se impuso y algo les dio.
El compañero Álvaro me encuentra.
--Dice don Menfis que le manda este pase de prensa. Lo traia un periodista de provincia que levantaron los narcos. El difuntito acaba de llegar a Infiernotitlan todavía con su gafete.
--Ah, gracias –le conteste agradecido.
Esto es un privilegio. Puedo estar “…en la brigada de la pluma…” como la llamo Guillermo Prieto y observarlo todo desde un sitio privilegiado.
¿Qué veo en la masa estoica y morena que llena el zócalo? Son venidos desde todo México. Me es grato ver que el contingente tamaulipeco llego primero y se ha alineado a lo largo de la valla.
--Somos de Ciudad Madero --me dice un compañero.
--Ah, “la brisa les da de frente” –contesto--, y el compañero sonríe reconociendo la letra de la canción emblemática del lugar.
Y aquí están ellos, en primera fila. Y los veo y pienso que solo les faltan sus quepis juaristas y morenas Lichas y alinearlos en el llano de Calpulalpan, donde González Ortega finalmente le partió la jeta al mocho Miramón, o entre el Guadalupe y el Loreto para rechazar al segundo de zuavos, los llamados chacales de Oran. Si, siguen siendo el mismo barro noble y heroico y cabrón de nuestras gestas. Y si, todavía son un chingo, requisito indispensable, pues Napoleón mismo lo admitió: “Dios pelea al lado de los grandes cuerpos”.
Y en los discursos oigo mucho sobre la organización –virtud tanto cívica como militar—y sobre la naturaleza pacifica del movimiento. Pero no, yo estoy en otro rollo. El momento es anacrónico, palabra que estrictamente significa fuera del tiempo. Después de todo, estoy en el zócalo, el ombligo de México. El lugar, insisto, está lleno de fantasmas y estos no se esconden ante mí. Vamos, ni disimulan.
Este zócalo se llamaba plaza mayor hasta 1805 en que el virrey se vio –forzado—a jurar la constitución de Cádiz y la renombro “de la constitución”. Ahí donde está el asta bandera estaba antes el caballito o estatua de Carlos IV. Y la bellísima Güera Rodríguez, amante de Humboldt (si es que este hacia un paréntesis con el francesito Bomplant), Simón Bolívar, e Iturbide observó, con la gran experiencia que tenia ella de los hombres, que “la parte que compartían tanto caballo como hombre estaba mal colocada en la estatua de Carlos IV”.
¿Y no fue esa misma puerta mariana desde donde la gente de Lauro Villar (“el primero que se pronuncie me lo quebró”) venadeo al general Bernardo Reyes durante la decena trágica? ¿No cayeron tanto jinete como caballo cocidos por los mausers tal vez ahí cerquita de donde el usurpador ha puesto sus vallas? ¿Qué tanto cuesta a la imaginación ver la sangre o oir la descarga de las maxim? ¿O ver entrar a Madero a palacio escoltado por los aguiluchos del colegio militar? ¿No contempla el cadáver de Reyes un militar de ver durísimo, Victoriano Huerta? ¿Y no reconoce este que Reyes, los pellejos sanguinolentos sobre los que ya se posa un mosquero, fue casi su padre? ¿Nació la traición ahí en ese momento, en esa puerta mariana, donde ahora se aglomeran unos pefepos al servicio de otro usurpador pelón, borrachín, de lentes, que se viste de militar?
Con tantos fantasmas uniformados y salpicados de sangre que desfilan ante mí, ¿no es lógico asumir que estamos ya en guerra y que esta pluma escribirá con las patas mis tiempos, igual que lo hizo genialmente la de Prieto a la que envidio y admiro? Y nuestros adversarios son los de siempre, los gringos, los gachupines, los franceses, y también la comparsa de traidores y cucarachas que la oscuridad atrae: clero, empresarios, alta burocracia, wannabes y polkos, etc. Y me alegro de que en nuestras filas este todavía el mismo barro de los pintos de guerrero, de los chinacos de Zaragoza, de los yaquis de Obregón, de los dorados de Villa. Casi veo el humo de los vivaques que aquí hicieron esos batallones, en este mismo zócalo, hoy y hace cien años, que el tiempo aquí no cuenta, carajos.
¿Qué busca Perberto con sus campanazos? ¿Callarnos? No callaron a la chinaca de la reforma cuando cantaban “Los Cangrejos”. Vea bien la plaza, señor arzobispo, ahí está el Supremos Poderes de Juárez. Repito, póngales su quepí a los asistentes y ¡habemus chinaca! y de alguna manera recordaremos las coplas inmortales del general Riva Palacio y Mamá Carlota volvería a surgir de mil gargantas:
Acábense en Palacio
Tertulias, juegos, bailes,
Agítense los frailes
En fuerza del dolor.
La chusma de las cruces
Gritando se alborota;
Adiós, mamá Carlota,
Adiós, mi tierno amor.
Llega entonces el “¡Vamos!”. Y mi mente se me inflama con la frase. “Vamos”…”vamos”…¿Dónde la he oído antes? Porque saben, no son nada mas los asistentes los que responden ¡Sí!. También son los fantasmas, los hombres de acero que hacen el vivaque en esa plaza. Pues ahí el tiempo no cuenta y es diciembre de 1914 y julio del 2010 o 1519 o todo a la vez hecho bolas y mi general Villa y mi general Zapata acaban de tomar la ciudad y el pelón, borrachín, de lentes que se viste de militar se ha ido a la chingada (aclaro que hablo de Victoriano Huerta).
Finalmente mi padre Virgilio, Guillermo Prieto, me da el norte de donde salió el “¡Vamos!” recordándome que: “…Miguel Echeagaray es alto, bien plantado, rubio, de grandes bigotes; se ponía como un camarón en la fatiga, sus cabellos caían sobre su frente enrojecida como hilos de lluvia cuando alumbra el sol…” Vamos, poeta, maestro, si alumbra el sol, ¿cómo chingaos llueve? Pero bien, queda establecido que este Echeagaray es un güero “de rancho”, norteño.
Y debo añadir para que vuecencias mejor lo identifiquen que Miguel Echeagaray es el coronel del tercero ligero. Y este cuerpo está compuesto de viejos soldados presidiarios. Ellos guarecieron los presidios en la Tejas que nos robaron. Y entre ellos milita el sargento Miguel Zaragoza, veracruzano, padre de un jovencito de nombre Ignacio, que dejo allá en Monterrey, que hará que alguna vez “las armas mexicanas se cubran de gloria”. Y el tercero se desangró defendiendo el arzobispado allá en Monterrey cuando las huestes de Zachary Taylor hicieron acto de presencia. Y fue luego el tercero parte de la brigada ligera de Ampudia que tantos estragos causaron a los yanquis en la Angostura. Y finalmente el tercero, junto con el San Blas, es de los pocos cuerpos que se retiran en buen orden, de cara al enemigo, después del desastre de Cerro Gordo.
Así pues, si Echeagaray es su coronel pues lo es tan solo de un puñado de hombres, lo que queda del tercero ligero después de tantos desastres, agrupados alrededor de una bandera tricolor hecha jirones por la metralla yanqui. Y en la Casa Mata, durante la batalla de Molino del Rey, este mismo Echeagaray llega en el momento justo en que el enemigo ha tomado el punto. Ya se ve arriar la bandera mexicana. Ya alzan la de las barras y estrellas. Los defensores corren en estampida cual conejos, abandonando banderas, parque, mosquetes, y el honor.
Y es cuando todo esta perdido que llega Echeagaray con el puñado de hombres que son el tercero ligero y su bandera hecha jirones. Y el güero se alza en los estribos de su alazán frente a sus hombres, levanta el sable y les grita: “¡Vamos! ¡A ellos!”. Y reconozco por qué el ¡sí! fue tan estruendoso en el zócalo: los fantasmas del tercero ligero ahí estaban también.
Y dejo que Prieto nos cuente la gesta:
“… ¡Oh, si yo fuera pintor! Si fuera pintor presentaría aquel adalid, épico, glorioso, con su cabello rubio, flotando como un resplandor de oro, alzado en los estribos de su alazán, con su espada fulgente; avanzar entre nubes de humo y metralla al retumbar los cañones; pisando cadáveres, avanzar, dispararse, arrojar la espada, abalanzarse sobre los cañones que nos habían quitado los enemigos, restituirlos, soberbio, festejos, radiante, a sus filas, obligando a la gloria a que diera la misma derrota las proporciones del triunfo…’
Y todo de un “¡Vamos! ¡A ellos!” igual al que oí en esa plaza, rodeado de las filas cobrizas de nuestros chinacos, con los vivaques de los fantasmas atiborrando la plaza, con el arzobispo haciendo rabietas pendejas con sus llamadas inútiles a misa que ya nadie pela. Si, ¡fue “épico, glorioso”! Que si Televisa se nos opone, “avanzaremos entre nubes de humo y metralla”. Que si el arzobispo suena sus campanas, no importa: peor era el “retumbar de los cañones” en la Casa Mata. Que si la república es un cadáver que la zopilotada extranjera y de traidores domésticos picotea, no importa carajos: “…nos abalanzaremos sobre los cañones que nos habían quitado los enemigos y los restituiremos…” Y siempre, si, seremos irreverentes y “…festejos y radiantes…” y somos, además, un chingamadral, no solamente el puñado del tercero ligero.
Tiemblen traidores, mochos, zopilotes voraces, y chusma de las cruces, pues somos el pueblo, épico, glorioso, de AMLO, de Echeagaray, de Villa, de Zapata. Compañeros: “¡Vamos, a ellos!”
FIN
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