Cada vez que en México nos metemos en problemas electorales, que las elecciones en turno resultan cuestionadas y se califica de “ilegítimo” –sea cierto o no– a quien se sienta en la silla del águila, los gobiernos en turno hacen concesiones a los grupos más conservadores, dan un paso más hacia la derecha y abren más las puertas al intervencionismo estadounidense.
Lo vivimos con Carlos Salinas de Gortari y hoy lo estamos viviendo con Felipe calderón Hinojosa.
La cuestionada elección de Salinas frente a Cuauhtémoc Cárdenas, en 1988, llevó al entonces candidato presidencial del PRI a pactar con la cúpula panista –entre otras cosas—la devolución de banca, la desaparición del ejido y el restablecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano.
El acoso del gobierno salinista a la izquierda representada por los cardenistas produjo más de trescientos muertos, la mayoría líderes políticos en distintas comunidades del país.
Carlos Salinas, como dirían los panistas de ese entonces –Luis H. Álvarez, Diego Fernández de Cevallos, Carlos Castillo Peraza, entre otros—se legitimaría en el poder.
A golpes de “autoridad” –comenzando por el encarcelamiento del poderoso líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”, acusándolo incluso, falsamente, de haber asesinado a un ministerio público a las puertas de su casa—, Salinas se asentó en la Presidencia de la República y comenzó a “pagar” sus deudas: repartió poder a los panistas, a sus amigos y abrió las puertas a la Iglesia y a los estadounidenses.
Su ensueño se derrumbó al final de su sexenio. Comenzó con el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en mayo de 1993; siguió con el alzamiento zapatistas, el 1 de enero de 1994, primer día de su último año de gobierno; tuvo su momento más dramático con el asesinato del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, el 23 de marzo; y cerró con el asesinato de su cuñado, José Francisco Ruiz Massieu –quien apuntaba para ser líder de la Cámara de Diputados–, el 28 de septiembre del 94, dos meses antes de entregarle la banda presidencial a Ernesto Zedillo.
El costo de su legitimación –o de la ilegitimidad, según se vea– fue muy alto.
En 2006, Felipe Calderón enfrentó una situación similar en la elección presidencial. La duda sobre el verdadero resultado de esos comicios persiste, aún y cuando a los decires de los seguidores de Andrés Manuel López Obrador hablan de un fraude –que no han podido comprobar–, se han sumado a últimas fechas algunas voces priistas, insinuando incluso un “pacto” entre ambos para permitirle acceder al poder.
Pero como diría El Supremo, “haiga sido como haiga sido”, se puso la banda presidencial.
Calderón –al igual que Salinas—requería un golpe de fuerza para legitimarse. Fiel al estilo de las derechas del mundo, eligió apoyarse en el Ejército. Y sin mayor análisis, estudios de inteligencia y, peor aún, por encima de la Constitución, declaró la “guerra” contra el narcotráfico.
A tres años de distancia, la cantidad de muertos se cuenta por miles y miles. Las “bajas” civiles van en aumento, los cuestionamientos al Ejército por violaciones a derechos humanos se expresan hoy en día, de manera alarmante, en audiencias del Departamento Estado norteamericano.
Por si fuera poco, este fin de semana fueron asesinados tres civiles conectados con el consulado de Estados Unidos en Ciudad Juárez. El propio presidente Barack Obama manifestó su indignación. Agentes del FBI se encuentran ya en territorio mexicano investigando los hechos.
La injerencia norteamericana –so pretexto de la lucha contra el narcotráfico– avanza a pasos acrecentados.
Los grandes fantasmas de nuestro pasado: Iglesia, Ejército, injerencia norteamericanos, han sido despertados y vuelven por sus fueros.
Son los costos de la ilegitimidad. O, cuando menos, de las dudas generadas por esas elecciones.
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