domingo, 5 de febrero de 2012

¿La reivindicación de Colosio?


Jorge Camil

Con una grotesca escultura hecha atropelladamente en Paseo de la Reforma para cubrir el expediente, el ex candidato priísta recibe de vez en cuando deslucidos homenajes en los aniversarios del magnicidio. Un puñado de dolientes se reúne frente a la escultura (con apariencia de proyecto no terminado), a depositar coronas de flores y mantas alusivas que permanecen en el sitio hasta que las tiñe de negro el esmog de automóviles y camiones. Tal vez los dolientes le dediquen un minuto de silencio, ensordecido por los ruidos de la avenida.

Pero algunos lo recordaron recientemente: Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador. El primero, dijo Julio Hernández López en Astillero esta semana (http://bit.ly/AEIIUc), inició su campaña en Huejutla, Hidalgo, igual que el candidato traicionado, y AMLO le hizo un respetuoso reconocimiento en Magdalena de Kino, Sonora (http://bit.ly/xCIhf7). López Obrador dijo que le guarda un profundo respeto y lo recuerda con afecto. Le dolió su muerte por la forma tan vil en que lo asesinaron. Y reconoció que tenía una visión distinta al PRI sobre el desarrollo económico. Y en Huejutla, 18 años después, Peña Nieto evocó el discurso de Colosio para decir que, como él, también busca un México de oportunidades.

Todos los magnicidios son iguales: dejan un sentimiento de vacío, frustración e impotencia. Por las vidas desperdiciadas, las promesas rotas y la certidumbre de que jamás se conocerá la verdad. Esa certidumbre hace posible el magnicidio: saber de antemano que los hechos, siempre confusos, serán atribuidos a un sinnúmero de culpables, y que los beneficios, siempre perversos, serán acreditados a muchos intereses. No cabe duda: el de Colosio fue un crimen bien planeado y ejecutado.

Colosio, como el Julio César de Shakespeare, fue traicionado por los suyos. Y su muerte, fotografiada por cinco o seis cámaras de video, fue la crónica de una muerte anunciada. Ninguno de los videos reveló la cara de los asesinos; sólo mostraron la pistola, accionada por un brazo descarnado que surgió de entre la muchedumbre, y el ruido ensordecedor de La culebra, que tronaba en los altoparlantes. ¿Fue Aburto? ¿Es el mismo Aburto? ¿Hubo varios Aburtos? Parafraseando el hermoso poema de Rosario Castellanos sobre Tlatelolco, nadie vio al asesino, sólo la mano que empuñaba el arma y su efecto de relámpago.

En el primer aniversario de la tragedia Televisa mostró un documental impactante. La película corría en color sepia y en cámara lenta, mientras se iban revelando escenas del acto de campaña en Lomas Taurinas, entrelazadas con fotografías fijas de los momentos más significativos en la vida del candidato; el chiquillo ensimismado por ese arte en desuso que es la oratoria, sonriendo incrédulo y orgulloso frente al gran orador que fue Adolfo López Mateos, experimentando quizá por vez primera el gusanillo del poder.

En el video se escuchaba la voz del candidato recitando frases del famoso discurso del 6 de marzo de 1994: Yo veo un México… (el “I have a dream” mexicano). Se escuchaba en el fondo la obertura Lohengrin de Wagner: la música majestuosa que acompaña la entrada de los dioses a Walhalla. La cámara se detenía por segundos para mostrar rostros de algunos implicados: todos acechando al candidato, todos dispuestos a acribillar al hombre que denunció un México con hambre y sed de justicia.

Luis Donaldo Colosio no murió el 23 de marzo en Lomas Taurinas. Murió el 10 de enero de 1994 en Huejutla, Hidalgo, donde inició su campaña, el mismo día en que Salinas designó a Manuel Camacho Solís comisionado para la Paz y la Reconciliación en Chiapas. Después de su insubordinación, Camacho recibía una segunda oportunidad para ganar la Presidencia. Camacho exigió, y Salinas le otorgó, condiciones que le permitían entrar de nuevo a la carrera presidencial. El mensaje de Salinas marcó al candidato oficial. ¿Era o no su candidato oficial? La imaginación se echó a volar y los políticos se hicieron bolas. El presidente que engañaba con la verdad volvió a hacer de las suyas. En esas condiciones la campaña oficial nació muerta. Las primeras páginas de los periódicos eran para el comisionado, que iba y venía, declaraba y se dejaba fotografiar; abrazaba al obispo y compartía una esquina de la bandera nacional con el subcomandante Marcos.

Salinas hizo una pasarela en vivo: con un candidato destapado en plena campaña presidencial, otro haciendo méritos en Chiapas y un tercero, Ernesto Zedillo, distante pero disponible. Jugó con el nervio vital del sistema, la sucesión presidencial. Y destruyó el sistema.

En la columna de Astillero mencionada, Hernández López advierte que dos figuras centrales del drama de Lomas Taurinas en 1994 (hoy participando en polos opuestos) continúan rigiendo la política mexicana. Manuel Camacho Solís, que cabalga triunfante por la izquierda, después de haber dicho que la bala que mató a Colosio lo había aniquilado políticamente también a él. Y Carlos Salinas de Gortari, que se prepara a regresar al poder tras el trono de Enrique Peña Nieto.

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