Luis F. Aguilar
Estas semanas han exhibido que la democracia no funciona en campos cruciales de la vida asociada. Registramos la interminable matanza cotidiana, la complicidad de los gobiernos locales con las organizaciones criminales por un puño de dinero, las amenazas a la Caravana de la Paz y el desvanecimiento de las propuestas ciudadanas en seguridad y otros temas públicos, que terminan en los archiveros de los gobernantes. En sentido contrario, hemos registrado la propuesta de un gobierno de coalición para que la democracia mexicana sea acción de gobierno y no solo forma de gobierno, hemos constatado una vez más la solidez de la identidad nacional durante las fiestas patrias y vemos cómo brotan los candidatos presidenciales y cómo, a pesar de todos los males que nos atribulan, se renueva el optimismo en la política, la confianza en que las cosas serán diferentes con otros gobernantes el año entrante.
Esta mezcla de horrores y esperanzas es la que quizás ha llevado a que en estos días políticos e intelectuales vuelvan su mirada al pasado y reconozcan las graves omisiones y equivocaciones de la tan celebrada transición electoral, que son la causa de que tengamos gobiernos muy legítimos pero muy limitados en sus capacidades de gobernar, y miren también hacia el futuro, en busca de las condiciones que harían posible que el gobierno democrático salga de su atasco improductivo.
La cuestión sobre la capacidad y eficacia directiva de la democracia es hoy la cuestión decisiva (no solo) de México, aunque parezca especulativa y lejana de las angustias cotidianas. El miedo por la inseguridad, el bajo crecimiento, la ruptura de los vínculos familiares y sociales, la pobreza, la desafección social de un buen contingente de ninis son sin duda problemas gravísimos pero son la punta del iceberg del gran problema nacional, el enorme y crucial, que es el de la impotencia de la democracia. El problema del país consiste en que el gobierno democrático así como hoy funciona no muestra ser la respuesta o por lo menos carece de los instrumentos de respuesta, con la consecuencia de que seremos problema mientras la supuesta respuesta no sea tal.
Ante la debilidad directiva de la democracia, las instituciones se presentan como la solución. Es política y académicamente correcto hablar de instituciones y encomiarlas, puesto que hoy son la referencia incuestionable y aclamada para toda suerte de problemas. Pero son una solución a medias. Si se mira a nuestro reciente pasado político es justificado vindicar las instituciones, pues es evidente que el desastre de la transición se debe a que sus protagonistas prestaron interesadamente atención a las instituciones electorales para facilitar la alternancia pero no a las gubernativas para evitar el desgobierno de los gobernantes elegidos. Sin embargo, cuando se mira hacia el futuro del gobierno que se requiere, se concluye que las instituciones son necesarias y urgentes pero insuficientes. Se necesitan por lo menos otros dos factores: liderazgo y conocimiento. Los actores y los saberes cuentan y mucho. Somos problema porque carecemos de líderes políticos y sociales y porque el conocimiento que poseemos es desaprovechado en asuntos clave.
Sería fantástico que consensuáramos nuevas instituciones sobre las facultades y responsabilidades de los poderes públicos, estableciéramos las reglas apropiadas que incentivaran la cooperación entre el Ejecutivo y el Legislativo y produjeran la mayoría que la democracia requiere para no ser desgobierno, y tuviéramos además normas claras y estables que determinaran cuándo la contribución ciudadana ha de ser vinculante para legisladores y funcionarios. Pero para producir la tabla de salvación de la democracia mexicana, que presuntamente son las instituciones, se van a requerir líderes políticos que hagan posible construir los consensos que permitan su aprobación, establecimiento y vigencia. Las instituciones requieren antes de líderes políticos para poder existir y después para que no sean de papel, bien intencionadas, aprobadas pero inefectivas.
Más aún, las instituciones que incentivan mejores relaciones entre los poderes y entre éstos y los ciudadanos serán una referencia insuficiente para resolver problemas sociales, alcanzar objetivos de interés común, producir bienes y servicios de valor, ampliar los horizontes, por la sencilla razón de que la eficacia, incluyendo la eficacia del gobierno, significa causalidad y ésta remite a conocimiento científico-técnico probado, a reglas técnicas y no solo jurídicas. Instituciones sin el complemento del conocimiento causal, que hace que los gobernantes puedan identificar las acciones apropiadas para realizar efectivamente los objetivos sociales preferidos, son simplemente decorativas. Pueden indicar los esquemas más propicios para que los actores se entiendan y acuerden pero no sustituir el conocimiento que sus decisiones exigen para ser causalmente efectivas. La democracia eficaz requiere algo más que instituciones.
1 comentario:
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