AGENDA CIUDADANA
Lorenzo Meyer
El Estado
Como es el caso con la mayoría de los conceptos de las ciencias sociales, no disponemos de una definición universalmente aceptada de Estado. Hay varias de donde elegir. Entre las clásicas está la de Max Weber, el brillante y desencantado sociólogo alemán, que en 1915 propuso ver al Estado como "una asociación que reclama para sí el monopolio del uso legítimo de la violencia y que no puede ser definido de ninguna otra manera". Para Weber, el objetivo de esa violencia y, por tanto, su propósito último era evidente: "salvaguardar (o cambiar) la distribución interna y externa del poder" (H. H. Gerth y C. Wright Mills, eds., From Max Weber, Oxford University Press, 1946, p. 334).
Weber es un realista. Su visión del Estado está compuesta de apenas dos elementos: violencia y distribución del poder, la una para sostener a la otra y punto. Desde esta perspectiva, la naturaleza y acción del Estado se pueden analizar sin recurrir a conceptos o propósitos tales como la justicia o la protección del débil frente al fuerte.
Tierra sin ley
Tómese a Weber o a cualquier otro clásico, el Estado moderno es visualizado como una organización política que mediante la fuerza, aunque no sólo y únicamente por ese medio, busca alcanzar y mantener el control de los procesos sociales dentro de un territorio con fronteras claramente delimitadas. Pues bien, en la práctica y en ciertas coyunturas históricas, algunos Estados simplemente no son capaces de mantener ese control y, por tanto, pierden su esencia.
Nosotros, los mexicanos, no tenemos que ir muy lejos para saber lo que significa vivir la incapacidad estatal, pues en su origen y por mucho tiempo el Estado mexicano no estuvo a la altura de su definición. Sin embargo, lo preocupante es que esa incapacidad pareciera resurgir hoy y, lo peor, es que actualmente hay menos justificación para ello, pues no hay invasiones o guerras civiles que expliquen las fallas; esta vez se trata simplemente de una incapacidad, resultado de la combinación de corrupción con incompetencia y ausencia de sentido de la responsabilidad del liderazgo político y del cuerpo burocrático.
Un indicador
La semana pasada los medios de información nos hicieron saber que las autoridades de Apatzingán habían acondicionado albergues para hacer frente a la presencia de desplazados provenientes de la región de Tierra Caliente (Chamizal, Vicente Guerrero, Peña Colorada y Purépero, entre otros). Y es que en la frontera entre Jalisco y Michoacán dos fuerzas rivales del crimen organizado -La Familia y los Caballeros Templarios- se disputan el control territorial y ambos se lo disputan también al Estado, con determinación tan notable como brutal al punto de que hasta un helicóptero le derribaron a la Policía Federal. En otra región y en la misma fecha, en la costa del Pacífico, en la zona serrana de Sinaloa, se sabe que actualmente hay 15 comunidades localizadas en El Fuerte, Choix, Sinaloa de Leyva, Concordia y Badiraguato donde las escuelas están cerradas porque no hay alumnos; según los maestros, "los habitantes se han salido por el clima de violencia" (Reforma, 27 de mayo).
Y Michoacán o Sinaloa no son las únicas entidades con zonas arrancadas violentamente al control de las autoridades, también ocurre lo mismo y desde hace tiempo en "la frontera chica" de Tamaulipas, en Durango o en Guerrero. Por razones totalmente diferentes -el rechazo del gobierno a los "Acuerdos de San Andrés"-, el movimiento zapatista subsiste en Chiapas como una autoridad distinta a la constitucional y hasta con su propio pequeño ejército. En Oaxaca, en la región Triqui, la presencia de la autoridad formal es evanescente, por decir lo menos, y el poder lo ejercen quienes tienen las armas y la determinación de ejercerlo al punto de atacar el año pasado con armas de fuego y causarle bajas a caravanas de la sociedad civil mexicana y europea que intentaron sin éxito romper un bloqueo de meses para llevar abastecimientos a San Juan Copala (La Jornada, 9, 10 y 12 de junio, 2010).
El principio
Una vez lograda la Independencia y por más de medio siglo, la sociedad mexicana tuvo que vivir peligrosamente enmarcada por un Estado fallido. Muchas regiones simplemente quedaron al margen de la autoridad formal. Un ejemplo de esas situaciones, sus causas y consecuencias, se encuentra en la novela de Luis G. Inclán, Astucia, el jefe de los Hermanos de la Hoja o los charros contrabandistas de la Rama (1865). Ahí, los contrabandistas de tabaco, que en la obra son michoacanos y rancheros, son una clase media rural emprendedora que se rige por códigos de gran contenido ético, y que son capaces de crear a lo largo de la ruta de su tráfico una sociedad que se guía por esos valores e intereses que son descritos como superiores a los que en la práctica cotidiana regían la conducta abusiva y corrupta de policías y funcionarios estatales. Fuera de la novela, están los ejemplos reales, menos altruistas, de "Los Plateados". Por un tiempo, Manuel Lozada, a mediados del siglo XIX, fue amo y señor de la Sierra de Alica, y llegó a dominar, ya como republicano, ya como imperial, partes de Jalisco, Nayarit y Sinaloa, con el apoyo y en nombre de las comunidades indígenas y campesinas de la región.
En el siglo antepasado vastas zonas del territorio nacional vivieron al margen y en contra del Estado nacional. En el norte, los indios Yaquis y, en el sur, los indios mayas Cruzoob llegaron a crear sus propios estados, con su territorio, lengua, religión, autoridades e incluso ejércitos. Fue sólo hasta que el régimen porfirista, a sangre y fuego y con gran brutalidad, los derrotó, que es posible hablar de un Estado mexicano capaz de imponer un orden que diera sustento efectivo a su esencia. Sin embargo, ese orden oligárquico no duró mucho, pues en 1910 la Revolución Mexicana lo echó abajo y reaparecieron las autonomías regionales y las "tierras de nadie". Durante la Presidencia de Venustiano Carranza, por ejemplo, Manuel Peláez mantuvo fuera de la jurisdicción federal una parte de la región petrolera. Durante la "Guerra Cristera" (1926-1929) un ejército organizado por rancheros del centro del país, con un proyecto constitucional propio, mantuvo con éxito su capacidad de acción frente al ejército federal. Fue realmente en los 1930 cuando el Estado mexicano pudo con efectividad "reclamar para sí el monopolio del uso legítimo de la violencia" a lo largo y ancho de la geografía mexicana.
La estabilidad y su pérdida relativa
El régimen autoritario que echó raíces en el México posrevolucionario tuvo que hacer frente a rebeliones o a la acción de bandas criminales, pero los desafíos no tuvieron la magnitud de los experimentados entre los años que van del inicio de la guerra de Independencia hasta fines de los 1920. Por casi siete decenios el aparato estatal mexicano mantuvo con éxito su control sobre todo el territorio. Se trató, desde luego, de un control no democrático y donde el marco legal sistemáticamente se aplicó mal, pero la distribución del poder a la que Weber ligó la esencia del Estado era la que la élite política determinaba, apoyada en sus Fuerzas Armadas, en un partido corporativo dominante que sistemáticamente neutralizaba a la oposición y en un entorno internacional donde la potencia hegemónica -Estados Unidos- le toleraba una independencia relativa justamente por su capacidad de mantener la casa en orden.
El arreglo anterior se empezó a resquebrajar cuando un actor subordinado a lo largo de decenios, el narcotráfico, empezó a adquirir una fuerza desproporcionada gracias a su acceso privilegiado al gran mercado norteamericano, donde la demanda de drogas iba en ascenso. Ese aumento de fuerza le permitió retar con éxito al gobierno en los 1990, justo cuando en el campo de la política electoral la oposición también pudo desafiar con éxito al régimen priista.
En 2006, un gobierno panista débil, como resultado de una elección mal hecha y al frente de un régimen nuevo y a medio consolidar, tomó una decisión arriesgada: hacer del enfrentamiento con el narcotráfico en ascenso el corazón de su política sexenal. Y el resultado es lo que tenemos hoy: un crecimiento vertiginoso de una fuerza ilegítima -la de los cárteles del narcotráfico- capaz de dar la batalla al Estado y afectar la distribución misma del poder en ciertas regiones. Obviamente ese desafío no puede tolerarse, pero por ahora las fuerzas estatales han elegido mal las formas y medios para dar la batalla. En la coyuntura actual y en este campo pareciera que avanzamos hacia el siglo XIX y no en el XXI.
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