lunes, 13 de junio de 2011

Comparten dolor por desaparecidos

Presentan decenas de testimonios a lo largo de recorrido por el norte del País

La Caravana del Consuelo encontró su camino sembrado de testimonios de una faceta hasta hace poco soterrada en el marco de la ola de violencia que enfrenta el País: las desapariciones y desapariciones forzadas.

Detrás de los 40 mil muertos del sexenio masacrados, decapitados o colgados, se ocultaban las historias de personas arrebatadas a sus familias y comunidades, lo mismo civiles que miembros de las fuerzas de seguridad.

En Morelia, la voz de María Elena Herrera Magdaleno rasgó la noche. Sostenía una lona con la fotografía de sus cuatro hijos desaparecidos. Cuatro hijos.

Su imagen sería la constante en la caravana: las mujeres, en su grande mayoría, sacudieron el miedo y contaron su propia versión de la guerra.

María viajó 9 horas para denunciar que sus hijos le fueron arrebatados en Guerrero y Veracruz, sólo por andar, supone ella, en vehículos con placas de Michoacán. El estigma. En Pajacuaran pueblo que vive de la compra y venta de oro, hay en total 19 ausencias. "Se los llevaron, cada noche imagino su cara esperando volverlos a ver".

Al terminar su testimonio, Olga Reyes Salazar y Teresa Carmona la abrazaron en silencio. Las tres lloraron por sus hijos y hermanos muertos y desaparecidos.

Ahí, Teresa se dio cuenta que lloraba no sólo a su hijo universitario asesinado en casa. La mujer que cruzó prácticamente el País desde Cancún, se dolió con los testimonios de otras madres mutiladas, incompletas, sin el consuelo que al menos siente: le dio sepultura y no es una sombra en busca de su rastro en cada pesadilla.

Morelia fue la tercera parada de la Caravana del Consuelo convocada por Javier Sicilia, el poeta que le dio voz a los dolientes de esta guerra.

La muerte de su hijo Juan Francisco nombró a los muertos convertidos en criminales y mostró a los desaparecidos: las plazas de Michoacán hasta Ciudad Juárez conocieron los rostros de quienes no han regresado y el día a día de sus familias: la culpa de dormir en una cama, de comer, de ser feliz.

En su recorrido de 7 días y más de 3 mil kilómetros, la caravana cruzó la ruta del dolor, de la sangre, tejió los caminos de Morelos, Ciudad de México, Michoacán, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Coahuila, Nuevo León y Chihuahua, donde fueron asesinadas 19 mil personas. La mitad de los 40 mil muertos de la guerra contra el narco.

La guerra no dio tregua durante la caravana. En San Luis Potosí, cuando el poeta que regañó al público al decirles que con mentadas de madre no se acaba la violencia, una fosa clandestina con cuatro cuerpos fue descubierta en las cercanías de Río Verde; en Torreón, a tres cuadras del parque que recibió a la caravana, fueron masacrados 13 jóvenes en un centro de rehabilitación; en Chihuahua, en el día fue el tercero más violento del sexenio en el País, con 86 muertos.

Los desaparecidos

A los desaparecidos se los traga la tierra. Lo mismo al empresario, que al petrolero, al niño cerillo, al ajedrecista, al vendedor de oro o al policía. Lo mismo en una plaza pública mientras se toma el sol, al salir del trabajo por una hamburguesa que en un retén antes de volver a casa para dormir.

¿Cuándo estar en la hora y el lugar equivocado se volvió cualquier momento?

En Durango, Diana Jacobo y su hijo de 8 años salieron a la calle con la foto de su ausente, Javier. Se lo llevó la Policía Ministerial y aún con el miedo de que atentaran contra ella, presentó la denuncia "si no, no le entregan el cuerpo, si es que aparece", le dijeron. Cada noche, su hijo lo espera adormilado en la mesa de la cocina, para enseñarle que terminó la tarea.

Esta ciudad fue el punto de quiebre del recorrido. El dolor se le desbordó hasta la media noche por sus calles y carreteras, los ciudadanos salieron al paso de la carretera para rendir el testimonio de la muerte. Cuántos Juárez habrá ocultos en el País.
En Zacatecas sorprendió la desaparición de policías. Edgar Humberto, policía municipal de Calera, no ha vuelto desde el 13 de julio del 2010 y según lo que pudo investigar su madre Ofelia Castillo, fue entregado a "los malos" por sus mismos compañeros de trabajo.

Dagoberto Espinosa Trejo es policía ministerial y desapareció una noche que estaba en activo, en septiembre del 2010. Su madre Enriqueta Trejo se enteró un día después a las 3 de la tarde cuando un compañero le dijo de manera anónima que se lo llevaron unos hombres a bordo de camionetas. En la Procuraduría le dijo que no se preocupara, seguramente lo tenían los malos trabajando y le estaban pagando bien. Los buscó de madrugada en tienditas de venta de droga y hasta ellos llevó su fotografía para ver si lo reconocían.

"Yo veo que varios policías son desaparecidos, lo que nos dan a entender las autoridades es que si desaparecen es porque andan con ellos, con los malos y con eso nos amenazan de no denunciar, nos recomiendan que no nos metamos en problemas", dice la señora que por primera vez dio a conocer su testimonio de manera pública. Tenía miedo de hacerlo, porque sus amigos y vecinos se alejaron de ella cuando supieron de la pérdida. La sospecha de si "estaba metido en algo", los inquietaba.
Lo que fue sorpresa en Zacatecas, fue la regla en Durango y Monterrey. El norte del País padece un problema crónico de desaparecidos y entre ellos, policías o tránsitos.

En Monterrey, la señora Laura contó que su hijo, el policía Jorge Tovar, pudo hacer una llamada antes de ser desaparecido hace 3 años, en ella le gritaba desesperado "te amo mucho y a mi hijo", un niño de 5 años.

Gloria Aguilar Hernández contó que el 26 de septiembre del 2008 se levantó de la cama para despedir a su esposo y dos hijos, tránsitos municipales, y por la noche se fue a la cama sin saber de ellos. "Lamentablemente no pueden estar aquí hoy porque están desaparecidos. No sé si comen o si están bien. Tienen nombre, tienen rostro y tienen madre que los busca", dijo entre el coro que la acompañaba "¡no estás sola, no estás sola!".


Del dolor a la exigencia


Conforme avanzó la caravana y los dolores del País se hicieron más crudos, el tono de exigencia de Javier Sicilia subió. Si en el zócalo de la Ciudad de México llamó a un Pacto Ciudadano, en San Luis, cuestionado por un hombre que le pedía una solución a la violencia, planteó la resistencia civil como el camino. Ya en Durango, con el alma destrozada por el encuentro con el niño Francisco, de 6 años, que lo interceptó a mitad de la carretera con el retrato de su padre asesinado, convocó a la plaza a la desobediencia civil pacífica.

Las víctimas también se transformaban. María Elena Magdaleno se unió a la caravana, llegó a Chihuahua desde Michoacán y frente al lugar donde la activista Marisela Escobedo fue asesinada por buscar justicia para su hija, extendió las fotografías de sus 4 hijos.

"Ya no sé si pedirle ayuda a las autoridades o a la delincuencia organizada para encontrarlos. No sé a quién dirigirme, ayúdenme por favor, no esperen a que a ustedes les pase, vamos a apoyarnos", clamó la michoacana.

Ése, según el propio Sicilia y Emilio Álvarez Icaza, es el logró más valioso de la Caravana: sacudir el miedo de las víctimas, visibilizarlas, poner ante los ojos del gobierno los rostros y nombres de quienes no han vuelto y a quienes se niega a ver. Y luego de eso, la exigencia de justicia.

En más de 3 mil kilómetros, la caravana desenterró los agravios del País. Cada testimonio es la respuesta a la pregunta que Javier Sicilia lanzó al Presidente Felipe Calderón en Chihuahua. ¿Ha valido la pena esta guerra?.

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