Plan B
“¡Que ya pacten con el narco y nos dejen en paz!”, escribió en mi blog un tamaulipeco que ha perdido a varios amigos adolescentes en manos de la guerra entre cárteles.
Mientras más investigo la violencia, más se evidencia nuestra incapacidad para entender las complejidades de la narcoviolencia y la violencia de Estado. Las respuestas son siempre parciales y excluyentes. Si criticamos las acciones del gobierno federal, otros argumentan que no cuestionamos a los gobiernos locales. Si evidenciamos a los gobernadores corruptos, ineficientes, sometidos o coludidos con el narco, se responde sobre la necesidad de eliminar a los maleantes a balazos, asumiendo que el sistema carcelario y los juzgados son cosa muerta e inservible. Si se critica, no al Ejército, sino ciertas intervenciones o a determinados personajes militares, que aplican la pena de muerte vestidos de verde olivo; resulta que somos pro criminales. Si evidenciamos las acciones anticonstitucionales y retrógradas de Genaro García Luna y sus montajes televisivos de juicios sumarios y confesiones sacadas a punta de tortura, somos antipatriotas.
La trampa de este ruidoso debate es para todo el país. Descalificar el análisis, el reconocimiento de la tragedia individual, los pequeños logros judiciales, la rebelión ante el derramamiento de sangre, nos deja sin herramientas para salir adelante.
Antes, el Estado posrevolucionario y autoritario tenía la capacidad de contener a los grupos criminales, particularmente a los traficantes, asegura en entrevista, en Reforma, Luis Astorga, especialista en narcotráfico. Este analista de la UNAM nos pide no olvidar la historia. Fue el priísta Miguel Alemán quien como presidente en 1947 creó la DFS, una instancia con “poderes legales y fácticos” para comunicarse con los grupos delictivos y “premiarlos o sancionarlos, según su comportamiento”. Justo fue el coronel Carlos Serrano, representante del Ejército, quien recaudaba los “impuestos del narco” para la Presidencia. Estas operaciones de colusión entre el poder unipartidista (PRI) terminaron hasta 1985.
Quienes vivimos en estados claves para el trasiego de droga, entendemos que durante 38 años los traficantes de drogas establecieron sus negocios con la venia presidencial y de los gobernadores que encontraron que ellos también podían “pasar la charola”. Léase los gobernadores de Tamaulipas, Baja California, Nuevo León, Chihuahua, Quintana Roo, etcétera.
Ya muchos colegas expertos nos han narrado cómo Osiel Cárdenas Guillén cambió el mapa criminal de México a fines de los 80 con la creación del brazo armado militar Los Zetas.
Por eso los que vivimos esa historia dudamos de la pureza del Ejército, como si fuera panacea; porque documentamos cómo esos soldados “z” especializados se fueron con Osiel y ahora tienen asolada buena parte del país, con masacres, secuestros, violaciones, tráfico/venta de drogas y trata de personas.
Como Mario Villanueva, los gobernadores de Tamaulipas, Chihuahua, Durango y otros estados se sometieron al narco sin chistar. Y aquí estamos, en un fuego cruzado de insultos y descalificaciones entre los priístas que crearon un narcoestado y los panistas que creyeron que con una guerra y sin Estado de derecho podrían desarticular una red criminal que entreteje a gobernadores, alcaldes, procuradores, militares y criminales en todo México. Y del PRD ni se diga, La Familia Michoacana se fortaleció ante la tibieza y corrupción de sus gobiernos; porque no podemos olvidar que La Familia fue cofundada por ex zetas.
Entretenidos en su avaricia y posesión del poder, esos políticos avalaron la pobreza y la exclusión, con una educación débil e inaccesible para millones. Luego se extrañan de que haya mano de obra para sembrar mariguana y amapola; o jóvenes sin futuro, carne de cañón de los cárteles.
Astorga nos recuerda que pedir un pacto es no sólo peligroso, sino absurdo. Es aceptar que el asesino viva en casa si promete no matar (mucho). Las masacres son “producto de la guerra entre las oligarquías criminales”, dice el experto. El problema para quienes documentamos la realidad, es que la intervención guerrera de Calderón sólo exacerbó la confusión y obnubiló nuestra mirada. Porque la impunidad sigue vigente, porque los políticos corruptos de diversos partidos y niveles así lo han querido. Por eso hace sentido pedirle al Presidente que se detenga el derramamiento de sangre. A los criminales no podemos pedirles eso, son amorales y sanguinarios, su negocio es someternos ante el miedo. La tarea del Presidente y los gobernadores es protegernos de los criminales, no pedirnos que nosotras demos la vida para proteger sus fallidas carreras políticas.
www.lydiacacho.net twitter: @lydiacachosi
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