JOSÉ SARUKHÁN
En mis dos colaboraciones anteriores me referí a las características de algunos de los alimentos que ingerimos regularmente. Ahora tocaré el problema, realmente serio, tanto a escala mundial como nacional, de cómo se alimentará a la población que habitará el mundo a mediados de este siglo. Baso parte de estos comentarios en un reciente número de la revista Nature (www.nature.com/news/specials/food/index) dedicado al tema de la producción alimentaria mundial.
Aunque algunos expertos de la FAO piensan que dicho problema será relativamente fácil de resolver, hay muchos hechos que indican lo contrario. Probablemente la visión optimista de esos expertos reside en la apertura de nuevas extensiones de tierra al cultivo y al uso de aún mayores insumos agrícolas (fertilizantes, agua y plaguicidas) para intensificar la producción por hectárea; pero esto, en mi opinión y la de muchos otros que estudian problemas ambientales globales, es una opción ruinosa —ambiental y finalmente económica— de producción de alimentos.
Sin duda se requiere una intensificación, pero sustentable —que es la palabra clave— de la agricultura, lo cual demanda un nuevo enfoque de prioridades de la investigación agrícola que comprende la producción de variedades de alto rendimiento y bajos requerimientos de agua, nutrientes y plaguicidas, resistentes a sequías y otros extremos climáticos, y que al mismo tiempo explora tecnologías más tradicionales, apoyadas en una amplia agrobiodiversidad que incluye desde la rotación de cultivos, mezclas de especies, conservación de suelos y de productos agrícolas, hasta la reducción al mínimo del tercio de producción alimentaria mundial que se desperdicia.
El problema central, subyacente a muchos de los problemas que afectan la seguridad alimentaria en el mundo y en especial en países como el nuestro, ha sido la reducción de la inversión pública en la investigación agrícola. El Banco Mundial y la FAO ahora reconocen que a partir de la década de los 70 la inversión pública en investigación agrícola ha caído consistentemente en todos los países (con excepción de China) y ha sido infructuosamente sustituida por la investigación privada de la agroindustria transnacional, en lo que representa una de las más serias privatizaciones del conocimiento estratégico para el bienestar de la gente. Sólo 28% de la inversión mundial en investigación agrícola es apoyada con fondos públicos en países en desarrollo como el nuestro.
La investigación agrícola pública en México debe enfocarse no solamente a las necesidades de la agricultura de alta tecnificación, sino en especial a las de la agricultura de temporal que representa el grueso de la superficie y de la población dedicada a la producción de alimentos. Debe ser además una investigación multidisciplinaria e integradora que incluya, en adición a los agrónomos, el trabajo de ecólogos, científicos sociales (economistas, sociólogos, antropólogos), así como los encargados de las políticas públicas.
Aun así, la respuesta a estos problemas va más allá de la información científica y tecnológica necesaria; la pobreza es una limitante seria para el acceso en ciertas regiones a alimentos que existen en suficiencia en el mundo, pero que por la especulación monetaria no son accesibles como deberían. Los subsidios agrícolas en países desarrollados —del orden de mil millones de dólares diarios— “sacan de la jugada” de los mercados internacionales a los productores agrícolas de países pobres. Estos elementos que tienen que ser incluidos en un análisis que pretenda resolver cómo alimentar a la población mundial y de este país dentro de cuatro décadas, sin destruir los ecosistemas naturales aún conservados.
A algunos de estos puntos dedicaré mi próxima colaboración.
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