martes, 8 de marzo de 2011

Narcotráfico: literatura y realidad


Gregorio Ortega Molina

March 8, 2011

La literatura testimonial, como aspiran a serlo las últimas novelas de Carlos Fuentes, requieren del escritor que cuente de lo que sabe, o al menos de lo que se documentó, como muestra en su extraordinaria labor de reconstrucción Mario Vargas Llosa, en La fiesta del Chivo y El sueño del celta.

Concebir, redactar una novela de narcotráfico y narcotraficantes, va más allá de la disciplina, la imaginación y la experiencia exigidas por la literatura. Elmer Mendoza, Don Winslow, Arturo Pérez-Reverte, Carlos Fuentes y Laura Restrepo escriben desde la periferia del tema. Dar testimonio de lo que hoy sucede en México con los hábitos de los narcotraficantes, tan cambiantes y tan ajenos a lo que el cine y los thriller describen como algo cercano a la realidad, resulta más accesible a los reporteros -especie en extinción- que a los literatos. Anabel Hernández y Marcela Turatti coquetearon con la posibilidad de escribir una novela, pero redactaron magníficos reportajes.

Aceptadas las premisas anteriores, resulta útil rescatar algunas de las respuestas concedidas por Carlos Fuentes a la periodista argentina Juana Libedinsky, quien lo entrevistó con motivo de la aparición de Adán en Edén.

Uno podría pensar -opina la periodista- que Adán en Edén es una novela ligera de crítica social (o, ya que estamos en Inglaterra, una comedy of manners). Pero detrás de esa fachada se oculta un relato despiadado sobre uno de los grandes males de esta época en América latina: el narcotráfico, y la trágica secuela que va dejando allí donde se instala.

“Ése es el chiste de esta novela: por un lado hay comicidad y diversión y por el otro, un drama espantoso -confiesa Fuentes-. No podía sólo presentar la parte dramática de la droga sin una contrapartida de sátira social al modo de Dickens, que nivelara el carácter, el perfil de la novela. Hablar sólo de drogas sería una pesadez.”

Me pregunto como lector, si en medio de lo que hoy vivimos cabe la comicidad. El autor no puede hacerse el gracioso en temas tan violentos, cruentos, despiadados, como los que hoy transforman México y por los cuales, como resultado imprevisto, el país padece un retroceso social, político y económico de 40 años. Estamos como si el 2 de octubre hubiese ocurrido ayer; en el desconcierto no sabemos cómo sacudirnos el autoritarismo de encima, porque de eso nada escribe en su novela.

“No se trata sólo de un tema de actualidad -sostiene el autor de La muerte de Artemio Cruz y ex embajador mexicano-, sino de una amenaza seria para la vida de un país; los narcos se apropian de territorios, ciudades y voluntades. México tiene 60 millones de personas menores de 25 años. ¿Qué se les va ofrecer a esos jóvenes?, ¿un trabajo o el ingreso en bandas que les procuran mujeres, dinero, gloria… y muerte, claro?”

En la novela -apunta la periodista- los que toman las medidas no son los gobiernos, sino una especie de vigilante. “El narrador es un hombre de empresa muy poderoso que ve cómo el país está siendo minado por los narcotraficantes y por formas diversas de la corrupción. El hombre decide ganarles a los narcotraficantes y a los criminales en su propio juego, siendo más criminal que ellos”, resume el autor.

Después, la pregunta y respuesta claves de la entrevista.

-Adán pasa una buena parte del tiempo leyendo las noticias, muchas de las cuales serían difíciles de creer si se presentaran como ficción, aunque sabemos que son reales. ¿Cómo hace un novelista latinoamericano para competir con el presente y con la historia del lugar?

-Ése el gran desafío. Yo no puedo escribir nada más extraordinario que Santana, el dictador mexicano, o que Rosas, pero, como diría Cantinflas, ahí está el detalle: con los elementos que nos da la historia, los novelistas latinoamericanos tenemos que trascender la historia. Yo, el Supremo de Roa Bastos es el gran ejemplo, porque toma a un hombre de la historia, el doctor Francia en Paraguay, y lo eleva a un enorme nivel imaginativo. Como autor, Roa Bastos puede meterse en las entrañas del personaje, ver qué miedos tenía, y así todo lo que no nos dice la historia nos lo dice la novela.

La historia reciente la debió leer en las crónicas periodísticas de los últimos años, y no quiso o no pudo hacer uso de los hechos relevantes para determinar en qué sí y en qué no incide esta guerra contra los barones de la droga. Hizo oídos sordos al dictamen del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación referente a la elección presidencial de 2006; no quiso ver la ceremonia con características de rito iniciático, en la que al margen de lo señalado por la Constitución, Vicente Fox, en la noche y a puerta cerrada, entrega el poder a Felipe Calderón, siendo el único testigo el Ejército; no pudo o no quiso hablar de la manera en que debió hacer frente al rito republicano y apersonarse ante el Congreso por la puerta de atrás; se desentendió de la reforma constitucional penal.

Todo lo anterior, condición previa para iniciar la guerra interna a la delincuencia organizada.

Pero, dirán, se trata de una novela. Es cierto, pero precisamente por ese trabajo literario tan ausente de compromiso, es que permanece como eterno aspirante al Nobel de literatura.

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