SERGIO AGUAYO QUEZADA
En Guerrero fue imposible diferenciarlos. Sus identidades estuvieron troqueladas por un "resultadismo" cada vez más disfuncional y peligroso.
Gobernantes y partidos siempre han tenido que optar por los principios o el pragmatismo o por alguna de sus mezclas. Alguna vez México fue tan diáfano como arroyuelo de película de charros. El PRI era el rey que ganaba a toda costa y el Partido Acción Nacional (PAN) y las izquierdas encarnaban dos versiones de idealismo redentor de patria ultrajada. Ese México también se esfumó: las identidades se hicieron borrosas y desaparecieron en la bruma de la historia.
Tres momentos e igual número de personajes están tras el viraje panista: el reconocimiento que hizo el PAN de la victoria de Carlos Salinas a cambio de su compromiso con la democracia (¡ja!); los sofismas que emplearon para votar a favor de la quema de las boletas de la elección de 1988; y la fraudulenta elección de 2006 (en Vuelta en U presento la evidencia que sustenta esta categorización de los comicios). Quienes llevaron el timón de la barca fueron Luis H. Álvarez, Diego Fernández de Cevallos y Vicente Fox. El actual Presidente sólo siguió la brecha abierta.
Los perredistas dilapidaron su herencia en tres procesos simultáneos: la incapacidad para establecer una dinámica virtuosa entre la estructura del partido y sus dos líderes carismáticos (Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador); la impotencia para mitigar los efectos nocivos de la multiplicación de las "tribus"; y su fracaso como gobierno para demostrar que son diferentes y mejores.
Lo que más resaltó en Guerrero fueron las similitudes, la pérdida de identidad y la confirmación de que no estábamos ante un hecho aislado o excepcional, sino ante el patrón electoral común. Eso tiene consecuencias.
Las cúpulas partidistas mandan a su militancia el mensaje de que su deber es ganar sin importar los medios. Al renunciar los partidos a su función de formadores de carácter la supervivencia de los valores depende de individualidades que viven en una contradicción permanente. Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, es un político honesto con un discurso profundamente antisistémico pero al ser su lucha fundamentalmente electoral tiene que cobijarse en partidos que reproducen el sistema que combate. La confusión se agrava porque Andrés Manuel tampoco aclara cuál es su relación con el partido al cual sigue formalmente afiliado.
La ausencia de identidades libera a los poderes fácticos de cualquier límite. Observan con sorna los brincos y la retórica de quienes están dispuestos a cualquier cosa con tal de allegarse una cuota de poder. En privado expresan un profundo desprecio hacia la clase política que, pese a ello, apoyan porque les sirve para continuar el saqueo del país y de una sociedad casi indefensa.
El ciudadano, finalmente, se queda sin representación y con muy escasos asideros institucionales para impulsar sus demandas, sus luchas, sus utopías. A los y las inconformes se nos obliga a adaptarnos a la realidad y quienes resistimos encontramos que es muy difícil trascender el opresivo presente e imaginarnos un futuro diferente. Cuando vivíamos bajo el autoritarismo creíamos que la alternancia era la solución; la actual pérdida de identidades ahuyenta esa esperanza. El resultado es la pasividad, la búsqueda de propuestas místicas o esotéricas o el refugio en el extranjero.
Con frecuencia me preguntan qué podemos hacer. No hay una respuesta simple porque los y las insatisfechas carecemos de una agenda clara, concisa y precisa que entusiasme y sirva de eje articulador. Sabemos lo que rechazamos y deseamos, pero todavía no está claro cuál es la calzada que nos conducirá a algo mejor. La fórmula más sensata es el atrincheramiento en causas concretas (combate a la comida chatarra, defensa de algún bosque, vigilancia de funcionarios...) mientras se van logrando los consensos más amplios en torno a una nueva agenda de reformas estructurales centrada en la redistribución del ingreso, la mejora de la seguridad y la contención de la corrupción. En la lenta construcción de una nueva identidad colectiva es indispensable dialogar e interactuar con quienes gobiernan (tema al que dedicaré una columna).
Mientras se configura una corriente renovadora sigue acumulándose la irritación social por el "resultadismo". ¿Es posible algún estallido social como en Túnez y Egipto? Los oráculos tendrían pronósticos claros; como analista sólo constato que México tiene ingredientes estructurales parecidos. Entre otros la insensatez, ceguera y cinismo de quienes gobiernan; cuando se les observa, como en Guerrero, crece el impulso de salir a la calle a sacar la frustración porque, aceptémoslo, la falta de identidad es síntoma de un modelo de democracia fallido. Sobre los restos de las viejas utopías tendremos que construir lo nuevo. Así ha sido desde que empezó a relatarse la historia.
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