La Jornada
Las escaramuzas ocurridas el martes en el centro histórico de la capital oaxaqueña dan cuenta del grado de complejidad, conflictividad y explosividad político-social que prevalece en esa entidad. En efecto, en respuesta a las movilizaciones protagonizadas hace casi un lustro por la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca y por maestros de la entidad en repudio al ex mandatario Ulises Ruiz –quien en su momento fue incapaz de desactivar un problema de índole magisterial y laboral y permitió que degenerara en una grave crisis política y humanitaria–, las autoridades estatales y federales apostaron al desgaste de los inconformes primero, y a la represión violenta después, para desarticular el conflicto, pero dejaron intactas las causas originarias del mismo: marginación, pobreza, falta de democracia política y sindical, corrupción y cacicazgos.
El arribo de Cué al gobierno oaxaqueño a principios de este año habría debido desembocar en el correspondiente cambio de estrategias en el ejercicio del poder y la resolución de conflictos –al fin y al cabo, gobernar significa atender y resolver problemas, no aplastarlos con la fuerza pública–, no sólo porque esa alternancia se explica, en buena medida, como resultado de un voto de castigo a la gestión de Ulises Ruiz, sino también porque el actual mandatario contó, durante la campaña, con el apoyo de los movimientos sociales y políticos opositores al antiguo gobernador. Con el episodio de anteayer, en cambio, se pone de manifiesto una nueva sustitución del diálogo por el uso de la fuerza en Oaxaca, y esa circunstancia abona a un sentir de retroceso a escala nacional y a un descrédito por demás prematuro del actual régimen de la entidad.
Mal y tarde han salido a relucir en Oaxaca los riesgos y contrasentidos de un gobierno emanado de las izquierdas legalistas y de los movimientos sociales, pero también del apoyo de viejos cacicazgos, de la derecha partidista y del oficialismo: significativamente, el detonante del choque del martes fue el rechazo magisterial a la presencia del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, cuyo gobierno es identificado por los docentes oaxaqueños como hostil a la educación pública y como aliado de la cúpula sindical que controla el SNTE.
La incapacidad de los funcionarios públicos para apreciar la explosividad es, en sí misma, un serio riesgo que amenaza con ahondar los conflictos, y ese riesgo tiende a multiplicarse cuando se desestiman, además, las lecciones del pasado. Es por ello preocupante que Cué haya insinuado ayer la existencia de un designio desestabilizador detrás de las protestas del martes. La insinuación –e incluso la posibilidad– de que haya intereses políticos involucrados en los hechos no exime al gobierno de buscar una solución de fondo al conflicto en el ámbito de la negociación y la política. De no ser así, la explosiva situación que se configuró en el segundo año de gobierno de Ruiz podría reditarse ni bien cumplidos los 100 días de gestión de su sucesor.
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