Umberto Eco: "Hubo un tiempo en que aquellos que se sentían abandonados por el resto de la humanidad se consolaban con el hecho de que el Todopoderoso, si es que nadie más, era testigo de sus tribulaciones cada día. Hoy esa misma función divina al parecer puede ser servida apareciendo en la televisión."
Recientemente discutí este fenómeno durante un almuerzo en Madrid con mi rey. Aunque siempre he estado orgulloso de mis principios republicanos, hace tres años fui nombrado duque del Reino de la Redonda (mi título oficial es Duque de la Isla del Día de Antes). Comparto este honor ducal con los cineastas Pedro Almodóvar y Francis Ford Coppola, y los escritores A. A. Byatt, Arturo Pérez-Reverte, Fernando Savater, Pietro Citati, Claudio Magris y Ray Bradbury, entre otros —todos unidos por la cualidad común de ser del agrado del rey—.
La isla de Redonda, que ocupa menos de una milla redonda de las Antillas, está totalmente deshabitada, y creo que ninguno de sus monarcas ha puesto el pie en ella. Fue comprada en 1865 por un banquero llamado Matthew Dowdy Shiell. Según una versión de la historia, Shiell pidió a la reina Victoria que estableciera Redonda como un reino independiente, algo que Su Graciosa Majestad hizo sin la menor vacilación, porque no parecía plantear amenaza alguna al Imperio. Con el tiempo, la isla quedó bajo el control de varios monarcas, algunos de los cuales vendieron el título varias veces, causando riñas entre legiones de pretendientes. En 1997 el último rey abdicó en favor del famoso escritor español Javier Marías, quien empezó a designar duques y duquesas a diestra y siniestra.
Esa es más o menos toda la historia. Suena como una tontería patafísica —esto es, más allá incluso de lo metafísico—, pero, después de todo, no cualquier día se convierte uno en duque. El punto, sin embargo, es que en el curso de la conversación durante el almuerzo, Marías dijo algo que se me quedó en la mente. Estábamos hablando acerca del hecho obvio de que hoy la gente está dispuesta a hacer algo para aparecer en la televisión, incluso si es sólo saludar con la mano a su madre desde atrás de la persona que está siendo entrevistada.
Recientemente en Italia, después de ganarse una breve mención en la prensa, el hermano de una chica que había sido asesinada bárbaramente fue a ver a un agente de talentos para tratar de arreglar una entrevista en la televisión —supuestamente con la intención de explotar su trágica fama—. Hay otros que, si pueden disfrutar de la luz de las candilejas durante algún tiempo, están dispuestos a admitir que son cornudos o estafadores. Y, como saben los psicólogos criminalistas, muchos asesinos en serie están motivados por su deseo de ser desenmascarados y ser famosos.
¿A qué se debe esta locura?, nos preguntamos Marías y yo. Él sugirió que lo que está ocurriendo hoy es el resultado del hecho de que la gente no cree en Dios. En un tiempo, los hombres y mujeres estaban convencidos de que todos y cada uno de sus actos tenían al menos un espectador divino, quien sabía todo acerca de sus acciones (y pensamientos), que podía entenderlos y, de ser necesario, castigarlos. Uno podía ser un proscrito, un bueno para nada, un don nadie ignorado por sus prójimos, una persona que sería olvidada en el momento en que muriera, pero estaba convencido de que, al menos, alguien le prestaba atención.
“Sólo Dios sabe lo que he sufrido”, decía la abuela, enferma y abandonada por sus nietos. “Dios sabe que soy inocente”, era el consuelo para aquellos condenados injustamente. “Dios sabe lo mucho que he hecho por ti”, decían las madres a los hijos ingratos. “Dios sabe lo mucho que te quiero”, gritaban los amantes abandonados. “Sólo Dios sabe por lo que he pasado”, gemía el pobre miserable cuyas desgracias a nadie le importaban. Dios siempre era invocado como el ojo omnisciente al que nada ni nadie podía eludir, cuya mirada otorgaba significado, incluso a la vida más gris y sin sentido.
Hoy en día, si este testigo que todo lo ve ha desaparecido, ¿qué es lo que queda? El ojo de la sociedad, de nuestros pares, aquellos ante quienes debemos mostrarnos para evitar descender al negro hoyo del anonimato, al remolino del olvido —incluso si significa hacer el papel de idiota del pueblo, de quedarse en paños menores y bailar sobre una mesa en la taberna local—. Aparecer en la pantalla se ha convertido en el sucedáneo para la trascendencia, y tomando todo en cuenta, es un gratificante. Nos vemos a nosotros mismos —y somos vistos por otro— en este más allá televisado, donde podemos disfrutar simultáneamente de todas las ventajas de la inmortalidad (aunque de un tipo rápido y pasajero) y tenemos la oportunidad de ser celebrados en la Tierra por nuestro acceso al Empíreo.
El problema es que, en estos casos, la gente confunde el significado doble de la palabra “reconocimiento”. Todos aspiramos a ser reconocidos por nuestros méritos, nuestros sacrificios o cualquiera otra cualidad que podamos tener. Pero, después de haber aparecido en la pantalla, cuando alguien nos ve en la taberna y dice, “Te vi en la televisión anoche”, sólo te “reconoce” en el sentido de que reconoce tu cara —que es algo muy diferente—.
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