martes, 15 de febrero de 2011

El error Aristegui


ANTONIO NAVALÓN


La coordinadora de Comunicación Social de Calderón, su vocera, Alejandra Sota, está feliz, ella sí supo defender el honor presidencial.

La licenciada Sota debe saber, no importa si quiso o no ser vocera del gobierno, que la mejor recomendación que puede hacerle a su Presidente es recordarle que la sangre de un periodista no seca nunca.

“Haiga sido como haiga sido”, por seguir con la doctrina actual presidencial, la vergüenza Aristegui-alcoholemia del Presidente ha sido uno de los peores puntos de todo su sexenio.

A Felipe Calderón le gustan sus amigos cerca, pero es muy poco exigente en cuanto a lo que les pide; realmente con esos amigos no necesita enemigos.

Los mexicanos nos sentimos embarrados y avergonzados. Yo personalmente no hubiera usado la actuación de ese personaje de vodevil llamado Fernández Noroña con una manta eminentemente maliciosa en sede parlamentaria para construir una pregunta. Pero, desde luego, una vez hecha, todos los presidentes del mundo saben que lo mejor hubiera sido dejarlo correr.

Boris Yeltsin necesitó actuaciones tan vergonzosas como andar detrás de una señora o interpretar una canción de rock cayéndose en el escenario para convencer a todo el mundo de lo que era un secreto a voces, era un alcohólico.

Ha habido políticos importantes como Winston Churchill, a quien un rumor le afectó y mereció la intervención en el parlamento a cargo de Lady Astor; cuando la simpatizante pronazi de la época de entre guerras le recriminó su estado etílico, Churchill contestó que su embriaguez desaparecería con unas horas, pero su maldad y su fealdad no se pasarían nunca.

En México, todos los Twitters, todos los tuiteros, esa nueva epidemia y manera de configurar los mapas políticos —que se lo pregunten a Mubarak— han volcado rumores sobre el nivel de alcohol en la sangre de Calderón.

No importa la magnífica actuación de su secretario particular que demuestra que efectivamente el Presidente está en plena forma y que es absolutamente incompatible el uso de excesos alcohólicos con una agenda rayana en lo imposible por el numero de actividades.

Por otra parte, sucedió exactamente lo que la periodista quería: que Presidencia se personara con los rumores.

¿Por qué colocar a México, que ya tantos problemas tiene, en la sensación internacional de que después de Irak es el país en el que más barato cuesta matar periodistas y que además, unido a lo que definió la secretaria de Estado, Hillary Clinton, como fallos sistémicos, por ejemplo, la justicia, le metemos urbi- et orbe mundialmente el calentón de la libertad de opinión?

Si yo fuera Calderón, estaría descolgando el teléfono y pidiéndole a Joaquín Vargas la inmediata readmisión de Carmen Aristegui. Si yo fuera Alejandra Sota habría mandado mi carta de dimisión por coherencia, lealtad y amistad con el Presidente en las siguientes horas del escándalo. Nada de eso pasó y seguramente nada pasará, pero sí es importante que Calderón sepa que hay otros presidentes que después de casi 50 años de que dejaran de serlo los hechos o los nombres como los de Julio Scherer y Excélsior les persiguen de noche y de día.

Siento vergüenza como profesional y como mexicano. Los que quisieran creerlo y gastar bromas de mal gusto seguirán haciéndolo, todos los demás pagaremos la consecuencia no sólo de ser un país sumergido en un baño de sangre, cada día más difícil de explicar, con gravísimos problemas como los que significa que la instrucción judicial, no sea para los fiscales ni para los jueces, sino simplemente para los noticieros de la mañana, ahora además tengo que vivir con la vergüenza de que por decir una noticia que se fundamentaba en un rumor toda la absoluta legalidad y entramado que sostiene la libertad de opinión de mi país está puesta en condiciones de alta sospecha.

Alejandra Sota debe estar orgullosa, ha conseguido en un hecho lo que a otros les costó una vida. Cuando Calderón duerma y se le aparezca Aristegui por las noches de tormenta y de pesadilla, que no piense en los enemigos, sino en sus amigos, porque a ellos les debe lo que seguramente es una de las mayores catástrofes de su sexenio.

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