El símbolo de Monterrey es el Cerro de la Silla, pero bien podría ser el río Santa Catarina, que cruza la ciudad de poniente a oriente, y a lo largo del cual discurren varias de las arterias principales de la ciudad.
Como está seco, su lecho ha sido utilizado para muchas cosas, entre otras, para jugar fútbol. Durante mucho tiempo sus canchas fueron de tierra, tenían las porterías oxidadas y cada equipo debía cargar e instalar las redes, pero siempre había gente jugando, y las noches y los fines de semana estaban llenas. Así las recordaba cuando hace cinco años volví de visita a la ciudad, y las encontré tan cambiadas que si alguien me hubiera dicho que servían para practicar otro deporte le habría creído por un instante. Tenían césped artificial y redes, estaban rodeadas de malla ciclónica y anuncios, su iluminación era magnífica. Le comenté el cambio al conductor del taxi; me contestó que él vivía en la Colonia Independencia, una de las colonias históricamente más “bravas” de la ciudad. “La raza se junta en la esquina”, me dijo. “Y si alguien pasa para invitarlos a jugar fútbol se van a jugar fútbol, si alguien llega con cervezas se quedan a beber cervezas, y si alguien pasa con mariguana se ponen a fumar.”
Señaló las canchas de fútbol. “Desde que las arreglaron cobran por usarlas. La raza ya no baja a jugar porque ya no tiene dónde.”
Alguien debió de darse cuenta del impacto que había tenido el cambio, porque tres años después visité de nuevo la ciudad, y encontré que en el segmento del río que estaba en el municipio obrero de Santa Catarina –el mismo nombre que el río–, a kilómetros de las canchas originales, habían construido otras al estilo antiguo: de tierra reseca, sin redes y con porterías pandeadas. Ahí sí, eran bienvenidos todos los que tuvieran ánimo.
Hace apenas unos meses el huracán Alex destruyó todo. Pero esas dos caras de Monterrey, la diferencia entre quienes tienen dinero y los que no, la de incluidos contra excluidos en el desarrollo económico y social, siguen existiendo. Y ayudan a entender la realidad de México, en la misma medida en que Monterrey ha pasado a simbolizar la violencia que sufre el país.
Mientras escribo este artículo estoy sentado en el Starbucks de un centro comercial en San Pedro, que presume de ser el municipio más rico de Latinoamérica; en todo caso, hablamos de sesenta y nueva kilómetros cuadrados llenos de tiendas nice y restaurantes chic, agencias de automóviles europeos, escuelas bilingües, universidades especializadas en MBAs, hoteles de cinco estrellas y edificios corporativos de varios de los grupos empresariales más importantes del país. Pero basta salir del centro comercial para tener enfrente la otra cara: a unos pocos centenares de metros comienza una colonia popular que sube hasta la falda del cerro, repleta de casas habitadas que no se sabe si no se han terminado de construir o ya están cayéndose. Muchas calles son de tierra y no hay alumbrado público — véase en Google Earth “La Risca” o “Cerro de la Campana”.
¿Alguien dijo favelas? Si uno observa bien, es un panorama común en la ciudad; se encuentra por igual en la entrada de Saltillo que en la de Nuevo Laredo, en Escobedo y en Apodaca, incluso en el centro de la ciudad: la Colonia Independencia que antes mencioné puede verse desde la Macroplaza. Hasta hace poco en el Área Metropolitana de Monterrey se mezclaban, con cierto grado de fricción pero sin llegar a estallar, estas dos realidades; la gente estaba acostumbrada al orden de cosas y terminó por no advertir que el rey iba desnudo.
Pero de pronto algo cambió; algo terminó de pudrirse o algo terminó por agotarse. Cuando la violencia alcanzó las calles céntricas de la ciudad los regiomontanos se convencieron de que los sicarios venían de fuera. ¿Cómo explicarse, sin embargo, que cientos de personas salieran a la calle para pedir la salida del Ejército que combate a los narcotraficantes? ¿De dónde salen las cientos de personas que ejecutan los bloqueos que han desquiciado a la ciudad en los últimos meses?
Monterrey transmite energía y ambición; son virtudes, pero a veces las virtudes se transforman en defectos. Depende en gran medida cómo se canalicen, y cómo y para qué se usen.
Muchos regiomontanos creen que su ciudad está ante una ocasión histórica. Dicen que con la fuerza y el dinero que tiene puede regenerar su tejido social, y mostrar el camino al resto del país. Pero todos los regiomontanos con los que he hablado estos días también conocen a familias adineradas que han abandonado su “amada” ciudad y buscado refugio en Estados Unidos.
Volvamos a los símbolos de Monterrey. El Cerro de la Silla tiene ya en sus faldas caseríos y calles sin asfaltar. Parecen avanzar tan rápido como los edificios de oficinas y los negocios que se construyen en las zonas prósperas de la ciudad. De alguna forma es una metáfora parecida a la de las canchas de fútbol del río, pero ésta amenazante: ¿terminará engullendo la desigualdad a la orgullosa capital de Nuevo León? ¿Se convertirá en una ciudad donde la gente vivirá encerrada y temerosa, aislada en guetos, recluida en zonas seguras? ¿Veremos dentro de unos años al ejército entrando en esos barrios para someterlos?
O quizá los líderes regiomontanos comprenderán que, para vivir en paz, no pueden excluirse unos a otros del bienestar que su ciudad genera.
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