Hace dos días, según una incorrecta conjugación de los calendarios gregoriano y juliano, los 2 mil millones de cristianos (la mitad de ellos católicos) celebraron el 2010 aniversario del nacimiento de Cristo. De hecho también este cálculo es inexacto, pues más del 50 por ciento de esos cristianos y/o católicos no tuvieron motivo alguno para festejar, pues la enfermedad, el hambre y la explotación han hecho de sus vidas un lugar mucho muy lejano del paraíso que prometen, siniestramente todas las religiones.
La raza humana ha sobrevivido a la monstruosa esclavitud, devastadoras epidemias, crudelísimos procesos de colonización, numerosas revoluciones y dos guerras mundiales. Y, al parecer, llevamos una prisa enorme por protagonizar una tercera.
En la antigüedad, y estamos hablando de hace apenas medio siglo, cualquier confrontación bélica, por desastrosa que hubiera sido, como de hecho ocurrió con la Segunda Guerra Mundial, los estragos no pasaron de ser tragedias regionales. Hoy, no obstante, todos los seres humanos vamos en el mismo barco, y si zozobra, no habrá sobrevivientes.
Hemos llegado al absurdo de casi otorgar, de hecho, a una persona la capacidad de aniquilar a la humanidad con sólo pulsar un botón, tragedia que muy probablemente no ocurrirá. Lo que sí está ocurriendo es que poco a poco hemos idos agotando los hidrocarburos del planeta; en todas las grandes ciudades el aire es prácticamente irrespirable; hemos contaminado ya casi todos los mantos acuíferos, y somos responsables por el exterminio cotidiano de millares de especies animales y vegetales.
Sucede, también, que la discriminación contra las mujeres y minorías étnicas es rampante hasta en las sociedades más prósperas, donde, por cierto, la esperanza de vida es 20 años superior que en las más pobres.
Las siguientes cifras no son cálculos arbitrarios, sino que constan en estadísticas avaladas por la Organización de las Naciones Unidas: Un mil millones de personas sobreviven con menos de 1 dólar al día. En el nivel de pobreza “moderada”, sobreviviendo con menos de 2 dólares, hay 1,500 millones, y en el rango de pobreza “relativa” hay unos 2,500 millones de seres humanos.
Es decir, sólo el 16 por ciento de la humanidad no padece algún grado de pobreza. Pero más grave aun es el hecho de que la miseria extrema se eliminaría con únicamente el 2 por ciento del dinero que percibe el 10 por ciento más acaudalado del planeta.
¿Hay, entonces, algo qué celebrar al cumplirse 2010 años del advenimiento del Mesías que vino a rescatar a la humanidad?, sobre cuando la madre misma de dicho Salvador, la Virgen María, según las escrituras dijo alguna vez: “Derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías”. (Lucas 1, 52-53).
No se trata de aguarle la fiesta a nadie, pero sí de invitar a reflexionar a mis lectoras y lectores, quienes, ojalá, hayan pasado una Navidad tan dichosa como la que celebré rodeado del amor de mi mujer, hijos, nietos y el resto de mi familia.
Debo aclarar, sin embrago, que la celebración de hace dos días, para mí estuvo desprovista de cualquier contenido religioso, pues considerar a la religión como una solución a las penurias de nuestro mundo, es como suponer que debemos encargar la justicia social a quienes, explotando inmisericordemente a sus asalariados, han puesto al mundo al borde de la bancarrota moral y económica.
Hablo de aquellos practicantes fervorosos de su religión y filántropos “ejemplares” que predican y prometen a sus vasallos, con el aval de las respectivas jerarquías eclesiásticas, la gloria eterna en el paraíso, a cambio de padecer hambre, enfermedad e injusticias en este mundo.
Cerraré una vez más con la pertinente y famosa frase que a mediados del Siglo XIX certeramente detonó Karl Heinrich Marx: “La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón; es el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo”.
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