jueves, 4 de noviembre de 2010

Narcotráfico: nidos de corrupción (III)


Martha Anaya
Martha Anaya

November 4, 2010

Para el tercer año de gobierno de Ernesto Zedillo, ya en las primeras planas de los diarios se hablaba de narcopolíticos, narcomilitares, narcolimosnas, narcogobernadores, narcodemocracia; la CIA y la DEA se daban vuelo filtrando información –no siempre corroborada– y acusaban a las agencias policiacas, a la Procuraduría General de la República –por vez primera en la historia con un panista al frente, Antonio Lozano Gracia— y a las instancias judiciales de nuestro país, de ser “nidos de corrupción”.

Pero no sólo eso. Los escándalos, que ya tocaban abiertamente a la clase política desde el sexenio anterior, se extendieron por vez primera de manera pública al Ejército mexicano en un altísimo nivel:

El general Jesús Gutiérrez Rebollo, jefe del Instituto Nacional del Control de Drogas –premiado por la DEA con una placa “por su destacada actuación en el campo de la lucha antinarcóticos”— y quien había apresado a varios capos del cártel de los Arellano Félix, fue detenido el 4 de febrero de 1997 acusado de proteger al cártel de Juárez, lidereado entonces por Amado Carrillo “El Señor de los Cielos”.

En noviembre de 1997, Zedillo viajaba a Washington para encontrarse por cuarta ocasión William Clinton y asistir a Organización de Estados Americanos (OEA) para aprobar una Convención que limitara y controlara el tráfico de armas en el continente. “Esto es fundamental –diría el mandatario mexicano– porque fenómenos tan perniciosos y dañinos como el narcotráfico, el crimen organizado, se nutren de las armas para intimidar, para llevar a cabo esa violencia que siempre acompaña esas formas de crimen”.

Mientras tanto, las agencias de Estados Unidos preparaban una acción encubierta, “Operación Casablanca”, cuyos resultados escandalosos se conocerían en mayo de 1998. Se trataba de lavado de dinero: establecieron nexos directos entre directivos de 12 importantes bancos mexicanos con cárteles de la droga de México y Colombia.

En el último año del sexenio, iniciadas ya las campañas presidenciales que llevarían a Vicente Fox a la Presidencia de la República meses más tarde, el embajador de Estados Unidos en México, Jeffrey Davidow soltaría en una charla con ex alumnos de la Universidad del Sur de California, por ahí del mes de febrero, lo que él mismo llamaría “una bomba”. El propio diplomático lo registra así en su libro El Oso y el Puercoespín (2003):

“Yo estaba al tanto de que en el fondo de la pregunta –¿qué hacen ustedes para perseguir a los criminales estadounidense?—estaba un pesaroso sentimiento, ampliamente compartido en México, de que el problema de la droga se produce en Estados Unidos. Este punto de vista, simplista y erróneo, sostiene que sin la demanda norteamericana no habría surtido mexicano; México es una pobre víctima de la geografía, ubicada entre los productores de cocaína más grandes del mundo y el enorme mercado estadounidense. La idea de México como víctima ignora la realidad de los agresivos cárteles mexicanos que continuamente buscan nuevas fuentes de abastecimiento y nuevos mercados, incluso –y cada vez más—en el interior de México. Los criminales mexicanos son grandes jugadores en el mundo de la droga y su país no es solamente una víctima de fuerzas extrañas, por más reconfortante que pueda ser esa noción para algunos.

“El hecho es que los cuarteles generales del mundo del narcotráfico están hoy en México –afirmé–. Ésa es la verdad. De la misma manera que las oficinas centrales de la mafia estaban Sicilia, las de los narcotraficantes están en otros países, y México es uno de ellos”.

Tras esas declaraciones del Embajador del Estados Unidos, miembros de ambas cámaras del Congreso pidieron a Ernesto Zedillo que Davidow fuera censurado públicamente. La Secretaría de Relaciones Exteriores expresó un extrañamiento por tales declaraciones.

“Pocos me defendieron”, recordaría el diplomático estadounidense, no advertir con interés que el candidato presidencial Vicente Fox “dijo a un reportero que yo estaba diciendo sencillamente la verdad, pero rápidamente se retiró del debate cuando su propio partido se unió a los ataques del resto de la elite política y periodística”.

Las campañas políticas siguieron su curso. “Fox –concluiría Davidow—se mostró renuente a encarar el asunto de las drogas como un tema político: era demasiado candente para acercarse a él, y seguiría siéndolo para todos los candidatos durante la campaña presidencial del 2000.”


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