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Roberto Blancarte | |
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16 noviembre 2010 blancart@colmex.mx | |
Es muy evidente que, comparado con los esfuerzos que hizo en relación con la celebración de los 200 años de la Independencia de México, donde la Virgen de Guadalupe volvió por sus fueros con una ayudadita del gobierno federal, la Iglesia católica no movió un dedo para conmemorar el centenario de la Revolución. La explicación es muy simple: la Iglesia no tiene nada que festejar. La historia de estos cien años ha sido la de una permanente oposición a los principios que el Estado surgido de esa lucha estableció: reafirmación de la separación entre el Estado y las Iglesias e incluso durante algunas décadas desconocimiento de la personalidad jurídica de las mismas, por lo tanto incapacidad para poseer bienes, reafirmación de la libertad de cultos, educación pública laica, prohibición a los sacerdotes de intervenir en asuntos políticos, particularmente los electorales, impedimento a los partidos políticos de ostentar referencias confesionales. Y aunque en 1992 muchas de estas prohibiciones fueron levantadas, lo cierto es que el espíritu y el ánimo de limitación al intervencionismo político del clero sigue vigente entre la mayoría de la población. ¿De dónde viene tanto encono?, alguien se puede preguntar, sobre todo si no conoce nuestra historia. Los hechos que llevaron a la separación en el siglo XIX son en efecto más conocidos, gracias a la figura de Benito Juárez y a las Leyes de Reforma. El anticlericalismo de la Revolución, particularmente el de la facción ganadora, es decir la de los carrancistas o constitucionalistas, está más que documentado. Lo que son menos conocidas son las razones que condujeron al mismo. La historia es bastante simple, o más bien puede simplificarse: miembros prominentes de la jerarquía católica y en particular el Arzobispo Primado de México, José Mora y del Río, junto con los más altos dirigentes del recién fundado Partido Católico Nacional (PCN), como Gabriel Fernández Somellera, habrían participado, según testimonios irrefutables, en el derrocamiento del presidente Francisco I. Madero. Cito aquí el libro de Laura O’Dogherty, De urnas y sotanas: El Partido Católico Nacional en Jalisco: “El arzobispo de México no era ajeno al movimiento. Cuando la suerte del levantamiento era incierta, José Mora y del Río se entrevistó con Victoriano Huerta y con Félix Díaz y logró que le prometieran que reconocerían a la Iglesia derechos semejantes a los que gozaba en Estados Unidos”. No sólo eso, sino que luego muchos miembros de la jerarquía y del PCN avalaron el golpe de Estado, con la esperanza de revertir las leyes que habían sido establecidas desde mediados del XIX y que Porfirio Díaz, a pesar de todo, no había eliminado. La prueba principal de dicho aval fue no sólo la participación de varios prominentes dirigentes del PCN en el gabinete del dictador y asesino del presidente Madero, sino sobre todo la permanencia en el Congreso, luego del golpe de Estado y la participación en las tan amañadas como desprestigiadas elecciones organizadas por el general golpista. El aval al gobierno de Huerta no les sirvió de mucho, pues ya para diciembre de 1913 el militar había impuesto un régimen de persecución, incluso contra sus aliados originales, así que cuando los constitucionalistas tomaron el poder ya no quedaba prácticamente nada del PCN. De cualquier manera, como era también conocido por muchos que dicho partido había sido fundado a instancias y con el apoyo de la jerarquía católica, los revolucionarios inmediatamente los clasificaron de traidores al orden constitucional y enemigos de la Revolución. Una vez más se había hecho evidente que a la jerarquía católica le importaban más sus privilegios que la democracia en el país. Así que las represalias no se hicieron esperar: junto con los hacendados y los militares del antiguo régimen, los miembros del clero católico pasaron a constituir el blanco principal de muchas medidas revolucionarias. Para comenzar, una vez instalado en el poder, el “Primer Jefe” de la Revolución, Venustiano Carranza, emitió un decretó convocando al Congreso Constituyente, donde prohibía que fuesen diputados del mismo “los que hubieran ayudado con las armas o servido en empleos públicos a los gobiernos o facciones hostiles a la causa constitucionalista”. La ley electoral respectiva, publicada pocos días después, excluía la participación de partidos políticos “que llevaran nombre o denominación religiosa o se formaran exclusivamente a favor de determinada raza o creencias”. En consecuencia, en la Constitución de 1917 vinieron las medidas radicales tendientes a impedir cualquier futura participación del clero en política. La paradoja de todo esto, es que cien años después todavía tenemos algunos prelados, como el arzobispo de Guadalajara, que siguen cuestionando la Constitución y que pretenden celebrar la canonización de los cristeros precisamente el 20 de noviembre. Y que un gobierno panista, como el de Fox, quitó el retrato de Juárez de Los Pinos y en su lugar instaló el de Madero; ese Presidente demócrata de México al que sus antecesores ideológicos del Partido Católico Nacional, con algunos miembros de la jerarquía católica, ayudaron a derrocar. blancart@colmex.mx |
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martes, 16 de noviembre de 2010
La Iglesia no tiene nada que conmemorar
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