José Luis Reyna | |
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01 noviembre 2010 jreyna@colmex.mx | |
La semana pasada se dio a conocer que México, en el lapso de un año, descendió 10 lugares en el índice mundial de prosperidad, de acuerdo con el Instituto Legatium del Reino Unido. La inseguridad creciente que priva en el país, junto con un sistema educativo deficiente, explica, en buena medida, esa caída. La prosperidad de Chile, Uruguay y Costa Rica, entre otros países latinoamericanos, se encuentran por arriba del nuestro. En el rubro educacional, por otra parte, México descendió nueve lugares, entre 2009 y 2010. Se ofrece una explicación al respecto: nuestro país “(…) promueve la educación básica, pero no produce trabajadores suficientemente calificados” (El Universal online, 26/X/10). En otras palabras, tenemos un sistema educacional que no cumple con las metas básicas de calidad: enseñar para pensar y resolver problemas. En la misma dirección se conoció también que la corrupción mexicana durante el último año se incrementó. De acuerdo con un informe ofrecido por la organización Transparencia Internacional, México obtuvo una puntuación de 3.1 (en una escala de 0 a 10). La calificación más baja desde el año 2000. México se encuentra en el lugar 98 de un conjunto de 178 países. Es superado por países como Chile, que ocupa el lugar 21 y Uruguay que se ubica en el lugar 24, para mencionar sólo dos ejemplos. Una explicación plausible señala que 71 por ciento de los municipios mexicanos están dominados por el narcotráfico (Reforma, 27/X/10). Cuestión de echar una ojeada a los funestos acontecimientos de los últimos días: matanzas por todos lados, ante los ojos de autoridades precarias e ineficientes. Las notas periodísticas se concentran en la nota roja, no en los logros gubernamentales ni en las excelencias del país. Esa es nuestra realidad cotidiana, nos guste o no. La administración presidencial actual es (y seguirá siendo) irreductible: la única forma que ha instrumentado para abatir la violencia y al crimen organizado es por la vía de su exterminio, independientemente de los costos que ello implica. Una guerra civil que día a día eleva los daños colaterales y no disminuye la inseguridad: huérfanos, víctimas inocentes y, sobre todo, muerte. El Estado mexicano se encuentra postrado ante la adversidad: su debilidad indeclinable e irrefutable hace que la delincuencia aumente sus redes y atraviese las capas más profundas de la sociedad; la esperanza se está perdiendo. Se ha dicho, con insistencia, que la salida de esta crisis que envuelve a nuestro país tiene que ser por vías distintas a la confrontación. La educación es una alternativa que no se ha contemplado de manera rigurosa y que podría ser una solución de mediano plazo. Paradójicamente, el problema educacional mexicano no es por falta de recursos. Se invierte alrededor de 7 por ciento del PIB en el rubro educacional. Como país desarrollado. Pero de esa inversión, por desgracia, no se obtienen resultados. El problema es la administración desaseada de tan cuantiosa cantidad de dinero: entre un sindicato corrupto que se lleva más de 90 por ciento para pagar sueldos y salarios, más las prestaciones y prebendas que se autoasignan sus dirigentes, y un sistema educativo que no le exige al magisterio lo que tendría que ofrecer a la sociedad, se tiene una combinatoria que reduce significativamente las posibilidades alternas a la crisis que el país vive. La SEP, parte del Poder Ejecutivo, es rehén de una mafia sindical que eleva el grado de dificultad para ofrecer alternativas que contribuyan a que el país supere el trauma en el que estamos sumergidos. Un libro reciente de Andrés Oppenheimer (¡Basta de historias! La obsesión latinoamericana con el pasado y las 12 claves para el futuro. Random-House, 2010) es claro al respecto: la solución de los problemas educativos no vendrá por parte del gobierno, porque invertir en educación, a pesar de que tiene que ser la prioridad número uno de cualquier país, se posterga porque no se traduce en votos. Así piensa nuestra clase política. Por lo mismo se encuentra una explicación de nuestro descenso como país y, peor aún, como sociedad. Oppenheimer incluso va más allá: la educación no sólo tendría que ser una política pública, pues es una responsabilidad del Estado, sino que tendría que ser una iniciativa de la sociedad, un movimiento social, para presionar por los cambios que sólo la educación de calidad puede traer consigo. Las sociedades desarrolladas tienen altos niveles de escolaridad y bajos niveles de violencia. Las que no avanzan tienen una relación íntima con la violencia e índices magros en calidad educativa. Corea del Sur, un país que hace 50 años era más pobre que la mayoría de los países latinoamericanos, tiene un registro de 60 mil patentes por año. México, en cambio, alrededor de 300. La explicación es simple: el país asiático invirtió más de 20 por ciento de su PIB en su sistema educacional durante una generación: los resultados están a la vista. Chile, con una economías mucho más pequeña que la mexicana, ha destinado más de 6 mil millones de dólares para capacitar a sus profesionales en las mejores universidades del mundo (Reforma, 27/IX/10). Eso es una política pública con una meta definida: el avance. México carece de estas iniciativas y eso explica, para infortunio de nuestra sociedad, nuestro casi irremediable descenso nacional: gobierno poco transparente y en alta medida corrupto. México está en una encrucijada: la violencia y la delincuencia organizada le impiden desarrollarse. Por otra parte, las políticas públicas no han visualizado que la educación es un factor que puede inhibir en buena medida la crisis en la que el país está sumergido. No aventurarse en alternativas como la educación, en vez de la política de exterminio, nos condenará a seguir siendo un país en descenso, como es nuestro caso en este ominoso presente. jreyna@colmex.mx |
Testimoniar el día a día en todos los ámbitos de la vida nacional de México y el mundo ...
lunes, 1 de noviembre de 2010
El descenso mexicano
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