CRIBA
Jesús Anaya Rosique
2010-09-30•Política
Sigue desatendido este recordatorio reiterado a lo largo de mucho tiempo: 42 años después, “casi todo está documentado… Aquí están la memoria y los archivos que lo prueban, los nombres, la información de todos los culpables... El poder civil: el presidente Díaz Ordaz, el secretario de Gobernación Luis Echeverría, el regente Corona del Rosal, los responsables de la Federal de Seguridad —Fernando Gutiérrez Barrios y Miguel Nazar Haro—, los jefes policiacos y judiciales; el poder militar: el secretario de la Defensa Marcelino García Barragán, los generales Luis Gutiérrez Oropeza y Mario Ballesteros Prieto, el batallón Olimpia; los jueces y magistrados y, por supuesto, los medios de comunicación…”
Así arranca esta demoledora reconstrucción del 68 que hace Jacinto Rodríguez Murguía, basada en su investigación de los documentos oficiales (Presidencia, Sedena, Gobernación, DFS…), depositados en el Archivo General de la Nación; y en testimonios inéditos de protagonistas olvidados. “Una visita a las huellas del 68… porque es necesario seguir importunando a la memoria en busca de la verdad”. ¿Qué emerge de los archivos hurgados? “La recuperación de una memoria enloquecida…”: irrefutables pruebas documentales de la responsabilidad concreta de autores intelectuales y materiales de cientos de crímenes políticos, los detalles de sus planes demenciales, la identidad de sus víctimas… Hubo tres factores claves para que se consumara la masacre del 2 de octubre: “el miedo de GDO a la rebelión estudiantil, alimentado por un ambicioso secretario de Gobernación y unos aparatos de inteligencia, civiles y militares, que inventaron la teoría de la conspiración comunista internacional; el factor Luis Echeverría, dispuesto a todo para lograr la presidencia; y la actuación homicida de los estados mayores de la Presidencia y la Defensa Nacional”.
El investigador subraya la responsabilidad de los medios de comunicación y de muchos periodistas, culpables porque acataron órdenes del Estado, optaron por el silencio o la desinformación, prefirieron la conveniencia antes que el compromiso ético, apostaron por las recompensas que recibieron del gobierno antes que arriesgarse a cuestionar las decisiones criminales de un poder autoritario. Aceptaron las versiones del gobierno y se convirtieron en sus voceros serviles; canjearon lo que debió haber sido el ejercicio constitucional de la libertad de expresión a cambio de publicidad, concesiones de radio y tv y toneladas de papel. “Porque muchos de los grandes medios que siguen operando le deben su existencia a las relaciones subordinadas con el poder en esos años, que guardó en sus archivos estas evidencias”. ¡Qué incómoda la memoria y sus papeles, sus huellas físicas!
La consulta aún parcial de los archivos gubernamentales no ha llevado al castigo de los asesinos que estaban en el poder (y de sus cómplices que siguen en sus intersticios). Queda demostrado que la impunidad es inseparable de nuestro sistema político, lo mismo durante el largo periodo de hegemonía priista que en esta precaria transición democrática. El anexo final del libro es una implacable relación pormenorizada de “Los nombres de los culpables que nadie debe olvidar”.
Coda: en La violencia de Estado en México (Debate 2010), Carlos Montemayor concluía: “Se espera que el Estado actúe conforme a derecho; en este sentido, el arrasamiento de las leyes, su manipulación política y represiva, la anulación del derecho mismo por la violencia de Estado, es un retroceso social, una herida en el tejido de la sociedad que no cicatriza, una marca indeleble de la arrogancia política de un Estado contra su propio pueblo”.
Jacinto Rodríguez Murguía, 1968: todos los culpables, Debate, México 2008, $169, 280 pp. ISBN 978-970-780-332-9
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