Roberto Blancarte | |
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28 septiembre 2010 blancart@colmex.mx | |
El cardenal Juan Sandoval Íñiguez y el autonombrado presidente legítimo de México, Andrés Manuel López Obrador, tienen algo en común: ninguno de ellos cree que hay que respetar las instituciones del Estado mexicano, y sin embargo, cuando les conviene, ambos las usan al máximo en su provecho. La famosa frase “al diablo con las instituciones” bien la podría haber usado el arzobispo de Guadalajara, a propósito de la queja presentada en su contra por discriminación y a la que simple y sencillamente no atendió. La ignoró. Le tiene sin cuidado lo que haga el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, razón por la cual ha sido oficialmente declarado discriminador por dicho organismo. En efecto, el Conapred calificó como un acto de discriminación las expresiones del arzobispo de Guadalajara, “ya que pueden promover la homofobia y repercutir en el ejercicio de derechos y libertades en condición de igualdad, tal como lo señala el artículo 9, fracción XV de la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación”. Pero como no hay más sanciones que las morales, supongo que al cardenal Sandoval simple y sencillamente le vale esta resolución. Me pregunto: ¿qué hace uno con un tipo al que le tienen sin cuidado las leyes mexicanas y que supone que puede difamar, denostar, discriminar impunemente? ¿Qué hace el Estado mexicano con alguien que cree que sus convicciones religiosas y supuesta autoridad moral le dan derecho a insultar, agraviar y violentar a los demás? No contento con ignorar las leyes y las instituciones mexicanas, el cardenal se atreve a dar lecciones de democracia: dice que las leyes para permitir la interrupción de los embarazos no deseados, las que establecen el matrimonio entre dos personas sin importar su sexo y las que les permiten adoptar “son dictatoriales, son contrarias a la democracia, denigran la representatividad de los gobernantes y de los legisladores, quienes no tienen poder absoluto, sino el que les da el pueblo al que representan y no pueden legislar ni contra la ley natural ni contra la voluntad del pueblo, que desaprueba esas cosas. Hay encuestas que son conocidas públicamente, y ponen de manifiesto una dictadura de ese tamaño”. ¿Con qué autoridad, me pregunto, puede hablar el cardenal de democracia, siendo el gobernante absoluto de su arquidiócesis, ya que él, como cualquier obispo, concentra los tres poderes (el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial) en su circunscripción eclesiástica? ¿Cómo se atreve a hablar de democracia a partir de una Iglesia que no la conoce ni la reconoce dentro de su propia institución, puesto que más bien se asume y funciona como una monarquía absoluta? ¿Cuándo, por ejemplo, alguien en su arquidiócesis votó por él? ¿Desde cuándo el cardenal se volvió un defensor de la soberanía popular, si es bien sabido que su Iglesia le antepone siempre el derecho divino? ¿Está a favor el cardenal de un gobierno basado en encuestas? ¿No debería entonces respetar lo que señalan las encuestas en las que la enorme mayoría de católicos y católicas se muestran a favor de la educación sexual, la anticoncepción, el condón, el aborto bajo ciertas circunstancias e incluso la posibilidad para los divorciados de volver a casarse? ¿Cree acaso el cardenal que puede ignorar y difamar los procesos democráticos mediante los cuales fue elegido el gobierno del Distrito Federal y la Asamblea de Representantes del mismo? ¿Le parece que puede minar así las instituciones democráticas del país y agraviar con su ejemplo el estado de derecho? Mal haría el gobierno federal en ignorar este ataque al gobierno del Distrito Federal, pensando que les conviene minar su autoridad ante las elecciones que se aproximan. Porque el día de mañana, con la misma frescura el cardenal o cualquier otro obispo puede decir lo mismo del federal, o de la Suprema Corte o de cualquier órgano de gobierno, amparándose en la impunidad de la que hasta ahora han gozado. Mal haría la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos y su Dirección de Asociaciones Religiosas en no tomar seriamente cartas en el asunto. No sólo porque hay una evidente violación al artículo 130 de la Constitución, sino porque el ejemplo de incivilidad y falta de respeto a las leyes es altamente nocivo para nuestra formas democráticas de convivencia. Un cardenal que además se asume como discriminador a partir de sus creencias religiosas, le abre la puerta a que cualquiera, basado en sus convicciones personales, termine pisoteando los derechos de los demás. Sugiere el senador Carlos Navarrete que le adelanten la jubilación al cardenal. En realidad, Sandoval Íñiguez debería haber sido relevado de su puesto hace dos años, al haber cumplido 75 años. Pudiera ser, más bien, que estos escándalos sean una estratagema para permanecer al frente de la arquidiócesis, pues el Vaticano no querrá hacer efectiva su renuncia y dar así la imagen de que se cedió ante las presiones de la opinión pública. En otras palabras, el escándalo le favorece al cardenal. Por lo demás, incluso si se jubila, Sandoval va a seguir actuando como hasta ahora. ¿Qué se hace con un cardenal al que le valen las leyes y es oficialmente discriminador? blancart@colmex.mx |
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martes, 28 de septiembre de 2010
Un cardenal oficialmente discriminador
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