Los intentos de apropiación oficialista, el estrujamiento mediático del tema, el contraste con la tragedia cotidiana impuesta por la violencia, llevaron a no pocos mexicanos a interrogarse, ante las fiestas del Bicentenario, “¿qué celebramos?”.
La sola reiteración de la pregunta indicó que algo, o mucho, se encuentra mal. Un país que no tiene motivos para ufanarse de su historia y de lo que con ella ha logrado, construye su futuro a tropezones. Esa perplejidad expresó la incompetencia de algunos segmentos de nuestra sociedad, y antes que nada del poder político, para mirar más allá de las dificultades que experimentamos hoy.
Finalmente, contra las apreciaciones desde el desaliento se impuso la voluntad de la mayoría que a pesar de las vicisitudes actuales –incluso precisamente debido a ellas– consideró que festejar no era traicionar realismo alguno ni mucho menos disculpar insuficiencias de nadie.
El Bicentenario brindaba una oportunidad sobresaliente para elevar la perspectiva y mirarnos a nosotros mismos reconociendo haberes, lo mismo que deberes. Las asignaturas pendientes de este país son ostensibles, comenzando por la desigualdad social, pero también es evidente lo mucho que hemos logrado en contraste con las carencias que México ha padecido en otros momentos de su historia. Hoy tenemos derechos que ya no se diga hace dos centurias, sino hace unas cuantas décadas, era arriesgado ejercer. La libertad, la cultivamos con tanta holgura que a menudo olvidamos lo escarpado que era practicarla en las calles, o en la prensa, durante casi toda la segunda mitad del siglo XX. Es imperativo pugnar juntos para que esos y otros derechos no los perdamos bajo el amago de la delincuencia.
Esa ocasión para hacer un corte de caja como nación, la aprovecharon algunas instituciones que organizaron mesas redondas, publicaciones y ejercicios diversos de reflexión. Pero el afán revisionista no llegó al poder político, cuyo déficit de credibilidad lo es también de originalidad.
Para el gobierno –tanto en el plano federal como en los estados– el Bicentenario fue un compromiso celebratorio y no una ocasión para renovar convicciones, ni contenidos. Los organizadores de los festejos pensaron más en la decoración que en la reflexión; se interesaron más en la pirotecnia que en la prospectiva; no les inquieta el futuro porque se encuentran demasiado enfrascados en la disputa por la coyuntura.
Para la televisión privada, esta fue nueva oportunidad de negocio y rating. La guerra de Independencia como procesión de instantes hieráticos, los héroes sin el contexto que les imponían las masas populares, la historia reducida a consignas y sobre todo el júbilo que abreva en la impostación pero no en la convicción han definido, con algunas excepciones, los programas televisivos y las transmisiones en ocasión del Bicentenario.
Ese ambiente de festividad postiza, en el que aparentemente debíamos involucrarnos más por obligación que por persuasión, contribuyó al recelo de algunos ciudadanos. La campaña publicitaria, incesante en los medios electrónicos y que incluyó el irritante empleo de llamadas por teléfono, contribuyó a suscitar la impresión de que festejar el Bicentenario era aplaudirle al gobierno federal.
La gente pudo distinguir entre propaganda oficial y celebración popular. Los ciudadanos saben que podemos festejar la Independencia sin desconocer las muchas deficiencias del país, entre las que se encuentran el apocamiento y la codicia de casi toda nuestra clase política.
Sin festejo no hay futuro. Sin gusto por el país, no tendremos la energía necesaria para reconstruir todo lo que hace falta. Frente al desánimo de tantos, me quedo con la expresión de vitalidad y compromiso que leí ayer en el mensaje de una joven ciudadana, a la que agradezco su contagiosa y comprometedora convicción:
Soy mexicana y me enorgullezco de serlo. Me avergüenza la tragedia que contemplo día a día en mi tierra. Me queda corazón, cuerpo y mente para luchar por el país que quiero. Me voy por la celebración de lo que sí se ha logrado. A trabajar por terminar con lo que nos corrompe y nos hace trizas. Me opongo a la amargura que sólo genera pérdida de esperanza. Con lágrimas de coraje, Viva México, Mi México.
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