martes, 14 de septiembre de 2010

El clero católico también mando fusilar a Morelos





Francisco Martín Moreno


14 septiembre 2010

José María Morelos y Pavón, el cura José María Morelos y Pavón, uno de los Padres Fundadores de la Patria no sólo fue perseguido, arrestado, torturado para que delatara el paradero de sus cómplices, amantes de la libertad y de la independencia, sino que, además fue excomulgado, degradado y fusilado por los jerarcas de su propia iglesia, que lo consideraban hereje, heresiarca, renegado, sectario, blasfemo, apóstata y diabólico.
En el acta de excomunión, la iglesia católica no sólo ordenó que el cadáver de Morelos fuera decapitado, sino también mutilado de su mano derecha para que ésta fuera exhibida en Oaxaca, lo cual, justo es decirlo, no se llevó a cabo, pero la sentencia ahí está para la historia. La alta jerarquía no sólo violó los Mandamientos al ordenar la muerte de uno de los grandes protagonistas de la independencia de México, sino que todavía ordenó que, al igual que a Hidalgo y a otros sacerdotes revolucionarios, le rasparan las manos con ácido por haber sostenido los santos sacramentos, con los cuales fueron ungidos al ordenarse en el seminario. ¡Claro que los virreyes fueron inocentes de semejante crueldad! ¿Qué tenían que ver en la parte teológica o litúrgica?
A Morelos lo manda igualmente fusilar la iglesia católica por proclamar la soberanía e independencia total de la América mexicana. Lo matan por proponer, a través de la Constitución de Apatzingán, la primera Carta Magna mexicana, un gobierno republicano con cambios radicales en la organización política y económica del México naciente. El cura Morelos exigía un humanismo igualitario y cristiano, la proscripción de la esclavitud, la instrumentación de una reforma tributaria, la derogación del impuesto per cápita de los indios, el estricto respeto a los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, la cancelación de la tortura, la abolición de privilegios, el rechazo al régimen colonial, además de haber solicitado, entre otros objetivos, la adopción del 12 de diciembre para celebrar a la “Patrona de nuestra libertad, María Santísima de Guadalupe.” Y todavía lo acusaron de hereje…
Estábamos frente a un digno, dignísimo, liberal, católico, amante de la evolución y del progreso. Si se le quería castigar tal vez se le debería haber obligado a rezar siete salmos penitenciales una vez al día y a repetir una parte del rosario toda su vida al amanecer. Eso hubiera bastado.
La sentencia dictada por el Tribunal de la Santa Inquisición establecía, con la debida tolerancia y piedad, para quienes todavía tengan dudas de que la iglesia católica no debe participar en los celebraciones del Bicentenario:
“Que el reo ‘sapit heresim’ y los demás RR PP calificadores convinieron en que es hereje formal, negativo y no sólo sospechoso de ateísmo sino ateísta y habiendo hecho relación de un proceso y causa criminal que en este Santo Oficio se ha seguido y sigue contra el Presbítero don José María Morelos, cura que fue de Carácuaro, por hereje materialista y ateísta y traidor de lesa majestad divina y humana, se degradará al precitado Presbítero don José María Morelos, confitente diminuto, malicioso y pertinaz; que se declarará hereje formal negativo, despreciador, perturbador y perseguidor de la jerarquía eclesiástica, atentador y profanador de los Santos Sacramentos; que es reo de lesa majestad divina y humana, pontificia y real, y que asista al auto en forma de penitente ‘inter missarum solemnia’, con sotana corta, sin cuello ni ceñidor y con vela verde en mano, que ofrecerá al sacerdote, concluida la misa, como tal hereje y fautor de herejes desde que empezó la insurrección; y como a enemigo cruel del Santo Oficio, se le confiscan sus bienes con aplicación a la Real Cámara y fisco de S.M., en los términos de declaración y relajación por los delitos cometidos del fuero y conocimiento del Santo Oficio”.
En México, dicha institución religiosa luchó al lado de los españoles y en contra de las aspiraciones de independencia nacional de los mexicanos, condenando a los insurgentes

y aplicando juicio inquisitorial a los sacerdotes que simpatizaban con el movimiento, al mismo tiempo que negaba la absolución a todo aquel que comulgaba con la idea de libertad. Los insurgentes, en sentido estricto, lucharon y murieron excomulgados por la iglesia católica, la cual, utilizando la religión como instrumento político, celebraba con misas las victorias de los realistas cantando los Te Deum. Hidalgo, Morelos y Allende fueron acusados de “volterianos” y “enemigos de la religión”, sanguinarios y crueles y herejes, reos de alta traición, para quienes cualquier tipo de muerte no castigaría lo suficiente su “atrocidad.” El odio exacerbado que la jerarquía eclesiástica los condenaba en dondequiera que estuvieran. “Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, los maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levante contra todos ellos. Que los maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!”.
Y ahora, en estos tiempos, la Conferencia del Episcopado Mexicano, el CEM, retardatario y troglodita, insiste mendazmente en su empeño por limpiar su pasado, exhibirse como inocente de los cargos criminales, ya que su función, según ellos, siempre se redujo a divulgar el evangelio, por lo que, alegan, tener el suficiente derecho a formar parte de las fiestas patrias, sin detenerse a considerar que México es un Estado laico ni las evidencias históricas en su contra.
No debe olvidarse el cinismo del clero católico desde que avaló un decreto del 19 de julio de 1823 que declaró beneméritos de la patria, en Grado Heroico, a Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo y José María Morelos, entre otros, ordenando que sus restos fueran exhumados y que éstos fueran trasladados a la capital. Las urnas con los restos fueron conducidos a la catedral metropolitana, un siglo después, el 17 de septiembre de ese mismo año en el marco de una peregrinación solemne y devota contra la que, sin duda hubieran protestado los héroes de la patria. Las osamentas permanecieron en sus nichos, alejados obviamente de Iturbide, hasta 1926, cuando el presidente Calles ordenó, afortunadamente, que fueran trasladadas a la columna de la Independencia, en el Paseo de la Reforma, de donde habrán de volver después de las fiestas del Bicentenario.
Seamos congruentes: La iglesia está impedida éticamente de participar en la conmemoración de la independencia, salvo que la persecución, arresto, tortura, degradación, fusilamiento y decapitación de los padres de la patria, ordenados por el alto clero católico, no tenga ninguna importancia…
Las cabezas de los próceres, que ahora recordamos y homenajeamos, estuvieron colgadas durante 10 años en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas para que nadie se atreviera a imitar su gesta heroica y hoy, el clero se atreve a pedir un lugar en el presidium y a cantar misas para pedir por el eterno descanso de los grandes protagonistas de nuestra historia cuando los condenaron, en su tiempo, a pasar la eternidad en la galera más recalcitrante del infierno… Seamos serios y congruentes. ¿Se vale?

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