No es novedad que don Juan Cardenal Sandoval Íñiguez es un deslenguado, y hasta resulta aburrido ya caricaturizarlo: por muy retorcido que llegue a ser en sus intenciones, en sus actuaciones y en su indudable influencia en la vida pública (y en la vida secreta de la vida pública), un personaje como él acaba siendo pardo y predecible, pues tiene un repertorio limitado de poses: o el paso hierático con que va recogiendo el fervor de su grey, o la pose adusta con que concelebra un acto de la vida secular, en compañía de figuras que saben también ser soeces y arrebatadas —al Cardenal iba dirigido aquel célebre brindis en que el Gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, nos mandó, a todos los que no estuviéramos de acuerdo con él, a chingar a nuestras madres[*]. O bien las declaraciones destempladas que tiene por costumbre hacer siempre que le ponen un micrófono enfrente (y aun cuando no se lo ponen: si nadie fue a preguntarle en la semana, el Cardenal tiene su columna en el periodiquito de la diócesis, que circula muy bien).
De modo que el gag tiene pocas variantes: enervado por lo que no le parece, don Juan se sirve de socarronerías, dicharachos y boberías de curita de pueblo para que su furia se deslice más suavemente hasta los titulares que siempre acapara. Otras veces truena, o hace como que truena, pero al final siempre deja unos segundos para una sonrisita, una sonsera pícara, una miradita o un movimiento de manos que subrayan el mensaje de caridad que viaja en sus palabras. Pero no falla: sea cual sea su opinión (y ya se sabe siempre cuál va a ser), es nota, y trae cola, y cae como un chaparrón que hace fructificar milagrosamente los fértiles campos de la discordia, la confrontación, la intolerancia y —el fruto más abundante— la estupidez. No es que el Cardenal sea un imbécil, desde luego: no se llega a Príncipe de la Iglesia sin grandes astucias y sin un sofisticado sentido del cálculo político y la marrullería. Pero sus bravatas siempre vienen embaladas con grosería, de modo que sus detractores se sientan impelidos a descalificarlas en términos parecidos —dice lo que dice por ignorante, por estúpido—, y entonces se malogra automáticamente toda posibilidad de discusión: cosa que él tenía prevista, por supuesto, pues nada le interesa menos que discutir. Lo suyo es proferir exabruptos, maledicencias, sarcasmos o regaños. O, como es el caso de las acusaciones contra los magistrados de la Suprema Corte y Marcelo Ebrard, levantar infundios que nadie, pero nadie, va a tener modo de orillarlo a comprobar.
Es fácil pensar que, furibundo y envalentonado en sus invectivas contra quienes sancionaron jurídicamente el derecho de los matrimonios homosexuales a adoptar, el Cardenal está haciendo el ridículo (¿quién usa el verbo "maicear", además?). Pero verlo así es una ingenuidad: basta con levantar una encuesta a la salida de misa para constatar el respaldo masivo que los dichos de don Juan seguramente recaudan entre las multitudes. ¿Aberración, ha dicho? Pues claro. Tampoco es escandaloso que opine así, ni que lo diga: para algo es Cardenal. Lo ridículo, lo escandaloso, y ultimadamente lo trágico, es que este personaje —como tantísimos otros que infestan los noticieros, las planas de los diarios y nuestras peores conversaciones— sigan siendo consultados a cuento de todo, merecedores de notoriedad en cualquier coyuntura por la misma notoriedad que ya tienen, y nomás porque no tiene pierde: lo que sea que salga cuando abran la bocota será la materia preciosa (y detestable) de ese malentendido gigantesco que es en México la realidad.
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[*]"Señor Cardenal, don Juan Sandoval, qué desmadre traemos. ¿Sí o no? Nos estamos haciendo famosos, don Juan. Digan lo que quieran, perdón, señor Cardenal, ¡chinguen a su madre!". Es lo que soltó el angelito González Márquez en aquella ocasión, porque, empeñado como estaba en donar dinero del erario a la edificación del Santuario de los Mártires, en Guadalajara, se vino a enterar de que sus gobernados no estábamos de acuerdo. Al fin donó eso, quince milones de pesos, y luego donó más.
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