martes, 17 de agosto de 2010

La valentía del cardenal



Roberta Garza



Sale sobrando desgañitarse por la crasa expresión lingüística e intelectual del cardenal Sandoval Íñiguez. El que él y otros como él dentro de la Iglesia no quieran reconocer la fragilidad de su otrora autoridad moral sólo apuntala lo obvio: esos tipos no tienen remedio. El asunto es que, pésele a quien le pese, la Suprema Corte declaró por un contundente nueve a dos que no hay impedimento para que los matrimonios homosexuales puedan adoptar niños y, a pesar de las renuencias, no todas malintencionadas, de una gran parte de nuestro conservador país, difícilmente veremos por la calle a las hordas neocristeras que antaño hubieran despertado tras la ira cardenalicia.

El debate al respecto se ha circunscrito a la medida de la ignorancia y de los prejuicios —disfrazados de condescendencia algunos, francamente agresivos otros— de sus proponentes, llamando la atención de manera particular el argumento que apunta a la hostilidad que enfrentarán los niños de padres homosexuales en la escuela primero y en la vida después. Lo que me resulta inquietante es que se le quiera dar coba a la intolerancia social sobre las necesidades no sólo de los posibles padres sino, sobre todo, de nuestros niños abandonados, condenados a vivir en el infierno que son los orfelinatos para que no vaya a ser que luego la pasen mal allá afuera.

De esta mala excusa nace otra falacia: que todos los niños tienen derecho a un papá y a una mamá. ¿Y qué tal a una Cheyenne? Porque la mayoría de los atributos que se le asignan a cada género suelen ser manufacturados, de nuevo, a la talla de nuestros prejuicios y de las fantasías sociales que de éstos brotan: esa madre protectora, cariñosa, abnegada y dulce y ese padre responsable, sólido y proveedor son tan inexistentes como los unicornios rosas, y la calidad del cuidado y de la estabilidad que se le brinde a una criatura en su desarrollo temprano tiene muy poco o nada qué ver con el género o con la preferencia sexual de la o las figuras tutelares a su alrededor.

Lo que esto devela es la creencia de clóset en los homosexuales como intrínsecamente malos, pervertidos o enfermos; algo que tiene que ver con el hecho de que la Iglesia así lo ha enseñado durante décadas. Y esa homofobia que la ciencia y los derechos humanos contemporáneos vuelven para casi todos un inconfesable necesitado del disfraz de la psicología patito para legitimarse, sólo resurge de su caudal de barbarie impoluta cuando alguien tiene el gran valor de asumirse como totalmente cavernícola.
roberta.garza@milenio.com

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