lunes, 26 de julio de 2010

El carisma del pederasta



Roberta Garza ( Ver todos sus artículos )

La pregunta que más frecuentemente se hace hoy alrededor de la figura de Marcial Maciel es: ¿Cómo pudo engañar con bastante facilidad a tantos? Porque, al margen de los siempre panegíricos de sus seguidores, quienes lo tratamos de cerca nunca encontramos en él a un hombre erudito ni particularmente articulado. Agradable, sí, y finamente educado pero ni siquiera, en el sentido obvio de la palabra, carismático: Maciel era alto y rubio, caminaba muy erguido y siempre llevaba consigo a dos efebos, sonrientes y guapos —excepto cuando, por el nivel de la concurrencia, necesitaba ahí a alguno verdaderamente inteligente— que conversaran con los asistentes mientras él, sentado al centro del salón, fijaba una mirada dulce en algún punto del infinito que hacía derretir a las mujeres y maravillarse a los hombres.

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Porque si un talento tenía Maciel fue que supo construirse desde muy temprano, alrededor de sí mismo y de su obra, una mística tan fantástica como inverosímil. En los años sesenta y setenta había ocasiones en que salía de su recámara sudoroso, desgreñado y lánguido, después de encerrarse allí por horas y de proferir tremendos alaridos que congregaban a la vera del pasillo a sus muchachos —adolescentes todos, todos temerosos—. Cuando recuperaba el aliento atinaba a decirles que “el maligno había estado esa ocasión particularmente fuerte”. No, no decía que había luchado todo el día contra Satanás —lo que hubiera sido recibido en otros círculos como ridículo—, dejando en sus palabras apenas la claridad suficiente como para que sus seminaristas creyeran a pie juntillas justo eso pero asegurándose, gracias a la ambigüedad, de que si éstos lo repetían frente a públicos más escépticos, él podría negarlo con una sonrisa, quedando para sus estudiantes como un hombre humilde —y ellos como los afortunados que presenciaron las intimidades de un santo— y para la parte aludida como cuerdo.

Hoy sabemos que esos gritos, ese cansancio y esas miradas al vacío pudieron ser tanto una estrategia calculada para ser tomado como un hombre en contacto directo con la divinidad, o el efecto de un pasón de morfina. Quizá ambas cosas. Pero hace apenas unos años, para sus adeptos y seguidores, los frecuentes desprendimientos de Marcial Maciel de la realidad sólo podían significar una prueba más del embrión de su fallida hagiografía.

La vida de Marcial Maciel comienza un 10 de marzo de 1920 donde hoy está enterrado, en Cotija, Michoacán —dejando yermo el millonario mausoleo que tenía preparado en Roma para su entrada triunfal en el paraíso—, hermoso lugar de campos verdes y volcánicos, de hatos de ovejas que pastan entre bardas de piedra gris y porosa. Su madre, Maura Degollado Guízar, era una mujer devota, de carácter insignificante, que quiso ser monja teresiana pero que aceptó el matrimonio con Francisco Maciel a exigencia de su padre, Santos Degollado. La relación de complicidad entre el fundador y su madre fue mayúscula: ella era una mujer de la época y del sitio, es decir, completamente dominada por el padre primero y por el marido después, viendo en su hijo pequeño y frágil, azotado sin cesar por sus hermanos (Francisco y Alfonso consideraban a Maciel débil y afeminado y lo despreciaban, golpeándolo con la reata cada que “se equivocaba” y asignándole el cuidado de los puercos), a un alma cercana en piedades y en padecimientos: Maura consiguió para el niño Macielito un altar y una capillita en miniatura para que jugara a oficiar misa —de la misma manera en que a las niñas se les brindaría una casa de muñecas— que hasta hace poco se conservaba en su museo de Cotija. Si bien la leyenda oficial menciona muy poco a su padre, un exitoso comerciante —conductor de mulas, tendero y luego ranchero—, a su madre Maciel le dio el nombre público de Mamá Maurita, estudiándose su vida como ejemplo de perfección femenina —abnegación, fervor religioso, domesticidad— en el catecismo de los colegios que después fundaría y procediendo a los trámites de su beatificación tan pronto ella expiró.

Así, Maciel creció instalado en esa preferencia que él fertilizaba con su fragilidad: es fácil inferir que de ahí comenzara a germinar en él de manera consciente o inconsciente la estrategia de la víctima, el camino del supuesto martirio. A lo largo de su vida los ataques o críticas los descontaba siempre como complots, insidias, envidias de cara a un alma buena que pone la otra mejilla: “Él, con el espíritu de obediencia a la Iglesia que siempre lo ha caracterizado, ha aceptado este comunicado con fe, con total serenidad y con tranquilidad de conciencia, sabiendo que se trata de una nueva cruz que Dios, el Padre de Misericordia, ha permitido que sufra y de la que obtendrá muchas gracias para la Legión de Cristo y para el Movimiento Regnum Christi”, fue la médula del discurso oficial de la Legión cuando el Papa envió a Maciel al ostracismo en 2006 por su entonces innombrada pederastia. Sin duda ayudó que, en 1927, en plena infancia de Maciel, los conflictos cristeros se recrudecieron en los alrededores de Cotija y que dos de sus primos, José Guízar y Luis Morfín Guízar, y varios de sus tíos, el más destacado Jesús Degollado Guízar, fueran generales cristeros: en el Michoacán de la infancia de Maciel inmolarse por Cristo Rey era una virtud, y la paranoia de esa guerra entre el bien y el mal, una constante.

Maciel decidió ser sacerdote a los 16 años y pasó su noviciado, con el patrocinio y apoyo de sus cuatro tíos obispos (Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz hoy canonizado y quien muriera el día después de tener una agria discusión con su sobrino por los afanes fundacionales de éste; y sus hermanos Antonio, obispo de Chihuahua, y Emiliano; además del primo de éstos, Francisco González Arias), siendo expulsado de uno y otro seminario por sus continuos intentos de proselitismo con los estudiantes de otras órdenes. Del de Veracruz saldría en el verano de 1938, al morir el tío Rafael, quien hasta entonces lo protegía. De ahí pasaría gracias a los oficios de Antonio al recién inaugurado seminario de Montezuma, Nuevo México, sitio administrado por los jesuitas y creado en los Estados Unidos para proteger sin sobresaltos la formación de los sacerdotes mexicanos en tiempos cristeros. De Nuevo México sería expulsado, por las mismas causas, en 1940 y, luego de los intentos infructuosos del tío Francisco por colocarlo en algún otro seminario —aparentemente, fue boletinado desde Montezuma—, éste decidió asignarle maestros particulares para que continuara con su accidentada formación mientras Maciel se instalaba, con una docena de chiquillos preadolescentes —entregados por sus padres para que fueran sacerdotes bajo la ilusión de unas fotos que mostraban casas de formación con albercas preciosas y campos de futbol que jamás existieron—, en los tres cuartos del sótanos de la casa de Natalia Retes en la ciudad de México. No hay registros de que Maciel hubiera terminado a cabalidad sus estudios. Lo que sí se sabe es que nunca aprendió latín y que su ortografía era deficiente. El fundador tenía entonces 20 años.

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En 1944 sucede el primer caso documentado de abuso sexual por parte de Maciel a uno de sus novicios, narrado por Fernando M. González en Marcial Maciel. Los Legionarios de Cristo: testimonios y documentos inéditos (Tusquets), en un patrón que seguirían todos los demás: Maciel invitaba a dormir a su cama a alguno de los muchachos, se hacía el dormido y con su mano guiaba la mano de la víctima hasta su pene, forzando la masturbación.

Hoy son bien conocidas las perversiones de Maciel anexas a su pederastia: su adicción al demerol, un derivado de la morfina; sus identidades falsas (vendedor, petrolero, operador de la CIA) con las cuales sedujo a varias mujeres y procreó hijos; el tráfico de influencias que lo volvió tan impune; la falsificación de firmas y de sellos —entre otros, los del cardenal Spellman, arzobispo de Nueva York; el plagio del libro El salterio de mis horas, originalmente escrito por el español Luis Lucía; y el control férreo no sólo de las herencias sino de las mentes y las voluntades de sus seguidores lo que, aunado a su máquina propagandística, le ha merecido a su obra el apelativo de Secta.

Pero entonces Maciel era apenas un joven novicio que había sido invitado con los suyos al seminario de Comillas (luego sería expulsado, por proselitista, pero también por “conductas inapropiadas”) y que trataba de conseguir en Roma la aprobación para su orden. Ésta llegaría por telegrama en mayo de 1948, y Maciel apresuraría la misa de erección al 13 de junio, otorgada por el obispo de Cuernavaca, monseñor Alfonso Espino y Silva, mismo que a fines de los años sesenta firmaría la expulsión de los jesuitas del TEC y de toda la diócesis de Monterrey.

Apenas un día después, el 14, llegaría de Roma otro cable anulando el primer nihil obstat por las dudas que en el Vaticano despertaba ya la conducta, sexual y no, de Maciel: “Tiene un espíritu totalitario y de una absorción agobiante sobre los suyos y su obra. Quiere serlo él y solamente él todo: superior, director espiritual, confesor ordinario y único […] Da la impresión de querer levantar un verdadero telón de acero alrededor de los suyos. […] Sus reglas son el libro de los siete sellos”, escribió desde 1948, proféticamente, el padre Lucio Rodrigo, enviado de la Santa Sede, como lo recoge también Fernando M. González. Continúa Lucio, en una misiva posterior: “Todo su modo de proceder bien observado da qué sospechar de que emplea a menudo recursos para cubrir, con falsas apariencias externas, realidades muy distintas que él tiene empeño en sostener, pero que advierte que no habían de serle aprobadas o bien vistas. Una eficacia muy grande para el disimulo. […] Se ve en él poco espíritu de pobreza; gasta sin tino, viaja siempre en primera clase. […] Respecto a la Compañía [de Jesús] mantiene sistemáticamente una actitud no sólo de reserva, sino al parecer de embozada hostilidad que no recata suficientemente en el seno de la confianza con otras personas. Él todo esto lo niega como calumnioso, pero los hechos se resisten”.

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Si bien Maciel logra la venia de la mayoría de los enviados de Roma gracias a la apariencia manicurada, limpia y regulada de sus instalaciones y de sus seguidores que caracteriza a la orden hasta nuestros días, estas y otras averiguaciones hicieron que el 27 de julio de ese mismo año la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe suspendiera los efectos de la erección de la orden de los Misioneros del Sagrado Corazón y de la Virgen de los Dolores, nombre oficial de la Legión de Cristo. Maciel culpa a las intrigas de los jesuitas y se traslada a Roma para comenzar a tejer más cerca de palacio: a partir de entonces, como lo cronicó Jason Berry en “How Maciel Built his Empire” —texto aparecido en abril del 2010 en el National Catholic Reporter y en Milenio Semanal—, el fundador comienza su costumbre de repartir paquetes de dólares a los cardenales de la Curia “para sus obras pías”. Poco después anuncia la construcción de un noviciado en un hermoso terreno de 20 mil metros en Vía Aurelia —que inauguraría en la Navidad de 1950— y el 16 de diciembre consigue el permiso final de erección de la orden. Para entonces Maciel tenía cerca de 100 niños a su cuidado y faltaba casi una década para que se iniciara la primera investigación eclesial formal en su contra por abusos sexuales y toxicomanía.

Entre el 47 y el 50 comenzaron a aparecer en los noviciados legionarios los abusos sexuales y de sustancias de manera reiterada. Maciel contrabandeaba su carga de Dolantina —y, a veces, de dólares en efectivo— en los aeropuertos ayudado por seminaristas jóvenes y de cara candorosa: los hacía cargar un maletín de cocodrilo que, pasando la aduana, reclamaba de regreso. En cuanto a las violaciones, seguiría haciéndose el dormido, pero añadiría otra variante que también le servía para justificar su incipiente toxicomanía: llamaba a alguno de los chicos a la enfermería y decía que le dolía muchísimo el estómago, pero que tenía una “dispensa especial del Papa” para que “le hicieran masaje con el fin de quitarle los tremendos dolores”. El colmo de su perversión era que luego de abusar de sus pupilos les daba, a cambio del silencio, la absolución: la ironía aquí es que, si bien el delito de violación o de estupro prescribe en pocos años, el derecho canónico marca que la “absolución del cómplice” no prescribe nunca, siendo ésta la fórmula usada por José Barba y por los demás, que en 1997 rompieron el silencio para denunciar a Maciel de frente al Vaticano. Denuncia que permanecería enlatada todo el papado de Juan Pablo II.

Algunos de los muchachos elegidos se rebelaron pero, los más, pronto dejaron de oponer cualquier resistencia. En una época cuando la vocación religiosa era vista por la mayoría como un regalo divino, como una distinción y como la mejor manera de asegurar el futuro de los hijos hasta la tumba, no muchos padres hubieran dado por buena la versión de los abusos del santo fundador de quien, encima, se rumoraba que luchaba contra el maligno con sus propias manos: no puede entenderse la enorme telaraña que tejió Maciel sin la infraestructura de silencios, sumisiones y poderes que la iglesia católica ha ejercido por siglos entre su grey.

Quizá por eso la entrega de quienes permanecieron con él llegó a ser furibunda y total: entre la veneración absoluta, el temor y el sigilo —desde el inicio existió la prohibición de cuestionar en público a la orden o a sus superiores— las víctimas se perdieron en una culpabilidad confusa que devino cómplice (“¿cómo es posible que un santo tenga erecciones?”, decía José Luis Olvera, uno de dos hermanos violentados en esos primeros tiempos). Esto los hizo mentir cuando llegaron las indagatorias de la primera visitación vaticana a la orden que, entre 1956 y el 58, obligarían dejar la dirección de la Legión en manos de Luis Ferreira, su vicario. Al final, dos de tres investigadores abogaron por la inocencia de Maciel. Este episodio sería siempre negado o minimizado en la historia oficial, explicándolo como siempre: como el resultado de calumnias de los enemigos de la Legión. Los miembros del Regnum Christi le llaman a esa época “la Gran Bendición” porque, se supone, a través de ella llegaron grandes gracias vía el sacrificio y la oración hechos por Maciel durante las indagatorias.

Ya para entonces el fundador había consolidado su reputación de místico y de santo y saboreaba la impunidad que conlleva el cerrar la pinza alrededor de las conciencias de sus cercanos en una espiral de abuso que crecería con el tiempo al amparo de un intercambio de complicidades que se repetiría de mil maneras: sexuales, en el caso de esos primeros niños, pero pecuniarias y de músculo en el caso de la alta sociedad mexicana, que encontró en ese sacerdote alto y rubio —con su discurso muy básico pero muy anticomunista, maniqueo, antisemita, misógino y bélico rescatado de la España franquista— el perfecto faro cuando la demagogia del nacionalismo charro de Echeverría, las tesis de la Teología de la Liberación —que removía a los empresarios del sitio de honor que habían tenido hasta entonces como facilitadores del progreso, situándolos ahora entre los explotadores del planeta— y la guerrilla, que emulaba la violencia y el odio de clase como medio de redención social, amenazaban su cosmovisión y sus privilegios.

No recuerdo la primera de muchas veces cuando, durante mi infancia, vi a Maciel. Él visitaba frecuentemente la casa paterna en busca de dinero y de almas que, a través de los años, le proporcionarían no sólo más dinero sino el silencio de los otros; es decir, de los críticos cercanos a quienes sí estaban bajo su égida. Sólo recuerdo que hablaba poco, apenas un par de frases hechas —“los enemigos de la Iglesia están por todas partes”—, y que miraba a lo lejos como en éxtasis, y que mi madre, una señora tan aburrida y desocupada como todas —y, como todas, acostumbrada a vivir la vida a través de los varones a su lado—, sentía por Maciel una adoración profunda: ese hombre que ella veía como tan santo y tan espiritual le ofrecía la posibilidad de hacer algo de aparente trascendencia fuera de la férula doméstica, algo que no se sentiría como una transgresión de género y que quizá, si se entregaba lo suficiente, la podría conducir a ese mismo éxtasis: ver a Dios.

Porque cuando alguno, conociendo la historia de Maciel y sabiendo que no era particularmente carismático, ni articulado, ni erudito, se pregunta ¿cómo es que pudo engañar a tantos?, la respuesta es simple —y es, por cierto, la misma que puede dársele al fenómeno del nacionalsocialismo en un pueblo tan ilustrado como el alemán, siendo Hitler un individuo, aunque quizá algo más articulado, tampoco muy erudito ni muy encantador—: Maciel no le hablaba al intelecto porque sabía que ahí no tenía grandes posibilidades. Pero si algo le enseñaron esos primeros días cuando llegaba de favorito con su madre luego de haber sido azotado por sus hermanos, es que emociones como el miedo, la duda y la culpa son motivadores mucho más eficaces que cualquier idea, que cualquier lógica; sobre todo entre los débiles. Y Marcial Maciel, magnífico lector de las debilidades humanas, llegó a fundar desde su martirio, real e imaginario, como lo hiciera en su infancia y justo en un tiempo de gran crisis ética y social, su obra máxima, su gran e impenetrable nicho de poder y de manipulación: “A menudo, el descrédito lamentable y el alejamiento de cuantos dudaban de su recta conducta, así como la errónea convicción de no querer dañar el bien que la Legión estaba llevando a cabo, habían creado a su alrededor un mecanismo de defensa que le permitió ser inatacable por mucho tiempo, haciendo consiguientemente muy difícil el conocimiento de su verdadera vida”, dice el documento vaticano liberado tras ésta, la segunda visitación apostólica dictada a la orden.

Roberta Garza. Periodista. Es directora de M Semanal y colaboradora de Milenio Diario.


1 comentario:

Jean Picazo dijo...

El penosísimo caso de Maciel, al igual que muchos otros en la Iglesia Católica, debe revisarse de fondo, no como un fenómeno aislado, sino como un síntoma clarísimo de los vicios que conforman las mismas bases de las prácticas religiosas.
He visto muy de cerca a sacerdotes y a religiosos de distinta índole (hombres y mujeres) que ejercen, no por vocación y convicción, sino como resultado de distintos tipos de represión, ya sea manipulación por parte de sus padres, educadores o guías espirituales, ya por falta de autoestima y limitaciones en su capacidad de relacionarse social o sentimentalmente debido a traumas en su infancia, que en otros casos derivan en una necesidad de demostrar su capacidad de ejercer control sobre otros. Pero una de las razones más comunes, es la vergüenza propia o ajena hacia la homosexualidad del individuo, misma que se desea reprimir o esconder mediante la vida religiosa.
Creo que valdría la pena ahondar sobre este tema.
Saludos y felicidades.