miércoles, 31 de marzo de 2010

A la sombra de las jacarandas

Joel Hernández Santiago

March 31, 2010

A don Luis González y González le gustaba la convivencia humana. Le gustaba platicarnos de las cosas que fueron y de lo que ocurría por entonces, a mediados de los ochenta. Cada día, a eso de las 11 de la mañana, salía de su pequeña oficina presidencial hacia el jardín de El Colegio de Michoacán en aquella casona de la calle de Madero, en Zamora, para un saludable intercambio de opiniones que disfrutaba como un niño su perón verde con sal.

Los que estábamos ahí nos integrábamos poco a poco en un buen grupo, para ser parte de su charla de unos minutos; siempre sentados a la sombra de las jacarandas y a la sombra de su sonrisa y su bonhomía. (Difiero con aquello de que los hombres sabios son oscos, malhumorados y respondones. Don Luis no era el caso y, de hecho, he conocido a otros como él que son tan humanos como el hombre que mira al infinito y descubre la galaxia más lejana, sin despegar los pies de la tierra).

Ya por entonces se le reconocía como uno de los más importantes historiadores mexicanos. Había estudiado en la Universidad de Guadalajara, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en El Colegio de México, en La Sorbona; había recibido ya el premio Haring por Pueblo en Vilo, se le otorgaron muchos premios nacionales e internacionales, incluyendo la Belisario Domínguez y era miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de El Colegio Nacional, en donde están nuestros sabios. Pero él seguía siendo Ulises que conducía a sus clionautas por el Mediterráneo griego.

Por entonces ya había publicado su Pueblo en vilo, que originalmente se hubiera llamado “Historia Universal de San José de Gracia” pero al que cambió su nombre luego de largas pláticas con don Daniel Cosío Villegas al darle a conocer los avances de la investigación que hizo durante su año sabático (1968) en El Colegio de México, el cual aprovechó para irse a su pueblo natal (1925) para hurgar en viejos archivos, platicar con los hombres y mujeres del pueblo siempre memoriosos, verlo de ‘pe a pa’ y para caminar mucho, porque para eso ‘tenía piernas de ranchero’.

Lo hacía con gran afecto porque ‘un pueblo es un pueblo cualquiera si no se le ve con los ojos llenos de gratitud, de amor y emoción’ y don Luis le imaginaba un futuro lleno de estrellas, estrellitas y asteroides en donde todos sus muchachos fueran Lázaros Cárdenas o premios Nobel o investigadores de las más grandes instituciones del mundo y en donde las vacas fueran como aquellas que daban leche feliz porque eran vacas contentas.

Tenía una disciplina rigurosa: comenzaba a escribir a eso de las cuatro de la mañana, en la tranquilidad de su habitación; terminaba a eso de las 9 de la mañana y entregaba a doña Armida, su esposa, las cuartillas escritas para una buena revisión de estilo (aunque ese estilo estaba tan cerca de la historia como de la literatura, sin faltar al rigor histórico). Desayunaba algo. Iba a atender su presidencia en El ColMich y leía; leía mucho; era un lector interminable.

En 1985 estaba en el gobierno de México el señor Miguel de la Madrid. Y cada uno de los que acudíamos a la plática de las jacarandas teníamos alguna opinión que, sin embargo, al final derivaba en los orígenes históricos de cada cosa. Los asistentes eran, asimismo, gente inteligente dedicada al estudio, a la reflexión y a la obligación de entregar por lo menos un trabajo de investigación de gran calado una vez cada año, según tenía establecido como regla el mismo don Luis. ‘Institución e investigador que no publican no tienen sentido’, afirmaba… o aquello de “no quiero haraganes intelectuales”.

Zamora era por entonces una pequeña ciudad de unos 20 mil habitantes. La catedral inconclusa todavía estaba inconclusa y los fines de semana se podían disfrutar de un buen paseo por la Laguna de Camécuaro con su impresionante agua verde transparente y sauces alrededor.

Pero don Luis era, sobre todo, un hombre que pensaba en la historia como sentido de conciencia, como sentido de propiedad cultural y social de un país, con el orgullo de lo hecho porque una sociedad vital tiene acontecimientos importantes, pero también periodos de laxitud, que también son historia. La historia en sus propios términos, pero también es responsabilidad de un buen historiador explicarlas con buen criterio. El presente siempre tiene conexiones con el pasado y hay que descubrirlas para entender razones y acciones.

Luego se retiró a vivir rodeado de su excelente biblioteca en su casa de San José. El y doña Armida siempre tenían la puerta abierta para el que quisiera acercarse a esa buena plática con un buen mezcal, en el corredor tipo sevillano de su casa, con su patio central cubierto de belenes y siemprevivas.

Don Luis ya no está. Está su obra y es importante releerla. Es, digamos, una obligación nacional. Pero lo más importante, y a esto viene el recuerdo, es que el tiempo que ha pasado ha ido marcando nuevas formas de intercambio. Hoy, la mayoría de los inteligentes de México ya no se reúnen bajo ninguna sombra, ni de las jacarandas ni intelectuales para dialogar, para intercambiar ideas de forma armónica y constructiva; hoy todo está en los ‘foros de discusión’ en donde hay reflectores y fama ocasional y los inteligentes de la tele lo saben todo. No hay verdad que se les escape.

Ciertamente el país ha cambiado, ciertamente las formas de dialogar son distintas, ya no hay la aproximación voluntaria de maestro-colegas-alumnos para recorrer al mundo y su circunstancia. Ya no hay esos caminos abiertos entre el follaje para descubrir nuevas veredas y descubrirnos nosotros. Hace falta platicar con un sentido creativo, con inteligencia propositiva y con ganas de entender lo que se ve y lo que se vive. Salud, don Luis; vamos a seguir platicando, aunque ya no esté usted aquí. jhsantiago@prodigy.net.mx

No hay comentarios: