miércoles, 20 de enero de 2010

Damnificados y ciudadanos: lecciones de Haití


Alejandro Nadal

La Jornada

El desastre de Haití recuerda un relato de Daisetz Teitaro Suzuki, el filósofo y maestro de budismo zen. Un anciano japonés daba un paseo por una de las pequeñas colinas que rodeaban su aldea junto al mar. De pronto observó que se aproximaba un tsunami y trató de alertar a los habitantes del poblado. Como no le hacían caso, prendió fuego a los sembradíos comunales que le quedaban más cerca. El humo atrajo la atención de sus compañeros que, presurosos, subieron a tierras altas para apagar el incendio y se salvaron así del tsunami.

Es una pequeña historia que servía al viejo filósofo para ilustrar algunas particularidades del budismo zen, en especial la espontaneidad y el papel de la intuición. Pero la anécdota esconde una enseñanza importante en materia de prevención de desastres.

¿Cuál es el principal recurso para combatir los efectos de un desastre? Normalmente se piensa en cuerpos especializados para rescate o en la ayuda internacional. Pero ésa es la respuesta equivocada. El recurso más importante y con mayor potencial para reducir la vulnerabilidad es precisamente la población afectada.

Hay tres razones. Primero, la población afectada ya está en el lugar de los hechos. Terremoto, volcán, huracán o accidente industrial, la población dañada ya está sobre el terreno y puede iniciar inmediatamente las operaciones de rescate y de mitigación de daños. Segundo, los habitantes del lugar perturbado conocen mejor que nadie las características del terreno, saben cómo aprovecharlas y cómo enfrentar sus desventajas.

La tercera razón es que los miembros de una población golpeada por una catástrofe está comprometida con la seguridad de los suyos y con sus bienes materiales. Los habitantes de Armero nunca hubieran abandonado los monitores que vigilaban el Nevado de Ruiz (noviembre de 1985) y hubieran salvado 25 mil vidas.

Pero en la historia de los desastres naturales (y los provocados por el hombre) el poder siempre ha reaccionado de la misma manera: se declara a la población afectada como damnificada. Esto no es un reflejo súbito. Es un síndrome para mantener estructuras de dominación. La terrible tragedia en Haití no es una excepción.

Desde un terremoto hasta un accidente industrial, pasando por huracanes y sequías, la población que sufre los efectos de estas catástrofes es siempre encajonada en el marco estrecho de la definición de damnificada, o personas que han sufrido un grave daño colectivo. La consecuencia directa es siempre la misma: estas personas están condenadas a esperar pasivamente a que llegue la ayuda. Cuando ésta por fin arriba, los problemas logísticos se erigen en un formidable obstáculo. Es exactamente lo que ocurre hoy en Puerto Príncipe. Se presenta un cuello de botella: el espacio aéreo se satura de aviones con ayuda que no tienen dónde aterrizar y los barcos no pueden atracar. En el terreno hay gente desesperada, mientras los aviones sobrevuelan con toneladas de ayuda y en el horizonte se perfila la silueta de barcos que no pueden desembarcar su carga.

Ahora bien, para que la población en un lugar expuesto a desastres naturales pueda constituir un recurso para la prevención y mitigación, se necesita dotarla de instrumentos, herramientas y medios de comunicación. También se necesita practicar en simulacros las rutinas que deberán seguirse cuando se desata el infierno de un desastre. Esas rutinas y simulacros deben ser parte de una forma de convivencia que permita, en su momento, recibir ayuda de manera ordenada y eficaz.

¿Rutinas y simulacros? Ey, un momento, ¿no es ir demasiado lejos? Eso significa que la gente estará organizada, dispuesta a movilizarse, a encargarse de sus propios asuntos sin tener que esperar a que lleguen los funcionarios para dizque imprimirle organización a la vida. Y eso no puede ser visto con buenos ojos por las clases dominantes y sus esbirros en el aparato estatal. ¿Preparar a la población para que pueda movilizarse? Vaya, pero si el siguiente paso sería que la población tome conciencia de su situación y comience a hacer reclamos políticos. ¡Eso sí que es peligroso!

Para evitar todo esto es preferible hablar de damnificados y no dar herramientas a nadie. Sólo los cuerpos de rescatistas oficiales. El desastre y el salvamento deben ser materia de especialistas. Ah, y si todo sale mal, pues siempre queda el recurso de militarizar todo el territorio afectado y someter a los damnificados (que de pronto se convierten en sujetos peligrosos y hasta en delincuentes).

Todo esto se repite en Haití. Es la misma lección: la vulnerabilidad va de la mano con la pobreza. Es una enseñanza que debemos tomar en cuenta en México, con más de 60 por ciento de la población en la pobreza y con gran parte del territorio marcada por la alta vulnerabilidad a todo tipo de desastres, desde sismos hasta huracanes, pasando por sequías e incendios. Nuestra pobreza no tiene nada que envidiar a la de Haití. Nuestra vulnerabilidad tampoco.

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