miércoles, 25 de noviembre de 2009

La Revolución sin credo

Erubiel Tirado

November 25, 2009

Hay en el discurso presidencial del 20 de noviembre pasado un cúmulo retórico que llama la atención cuando se recuerda el origen partidista del Ejecutivo y que denota, a veces, no solo cierta falta de conocimiento sino hasta la insensibilidad por describir un país ausente. Primero falto de imaginación al recurrir a formas alegóricas a las que nos acostumbraron por décadas los gobernantes priístas, aun los tecnócratas que se apoderaron del partido y del Estado desde los años ochenta del siglo pasado. En segundo lugar se incurre en la soberbia histórica de la ignorancia al suponer que la mera condicionante de la existencia de una dictadura anulaba las manifestaciones políticas plurales (que eran reprimidas o censuradas como en el caso de la prensa era otra cosa). La pluralidad es un continuum histórico de las sociedades y tal parece que debemos comprar el discurso de que democracia y pluralidad existen en México solo desde el año 2000. Quizá lo más relevante no es eso sino la contradicción doble y propia que existe en el valor declarativo del presidente tanto con la realidad como con la falta de convicción de alabar un proceso de cambio social desde la posición militante de un partido que nace precisamente para oponerse a los postulados revolucionarios impulsados por el gobierno.

La aparente desmitificación con adjetivos simplificadores (el protagonismo de los personajes de la revolución no es “afortunadamente, ni de ángeles ni de demonios”, o lo que haya querido decir con eso) es seguida de la descripción de un país justo, de leyes e igualitario. La pretensión es un tanto apartada de la correspondencia de un país donde hay regados más de 15 mil muertos, con una pobreza creciente entre la mitad de la población y con una corrupción rampante que no hace sino ensombrecer feamente el futuro brillante que dibuja el discurso presidencial. No solo eso, hay en la línea discursiva un ropaje de convicciones que se resultan huecas a la luz de considerar el desempeño de un gobierno que ha sido más bien reactivo en su forma de enfrentar los problemas. De tal modo del “avance por la senda de la ley, la paz, la justicia y el desarrollo sustentable” nos traslada a una vieja discusión sobre la vigencia de nuestra revolución.

En términos históricos y sociológicos las revoluciones triunfantes (las reivindicaciones políticas de cambios sociales profundos) se transforman en gobierno pero son susceptibles de ser derrotadas en las urnas (como ocurrió con el sandinismo), de ser echadas a la mala del poder (como la Unidad Popular de Salvador Allende), de negociar ante la imposibilidad real de gobernar (como ocurrió con varios países centroamericanos), de envejecer a contrapelo de la historia que no las absuelve (como la cubana), o de ser víctimas de meras mutaciones por la propia naturaleza de su institucionalización como parece ser que fue el sino de la mexicana. Lo cierto es que a casi un siglo de distancia el movimiento (o los movimientos armados como lo demostrase Alan Knight) de 1910 será referencia fundacional y discursiva para gobiernos revolucionarios debidamente “institucionalizados” (dentro y fuera del poder) como para administraciones conservadoras que lo aludirán sin mucho afán ni compromiso histórico. Quizá lo más relevante de esta fecha, más allá de la efeméride cívica para los mexicanos más comunes, se el significado que tiene para oficialidad castrense por ser ésa la fecha en que el presidente nos recuerda su herencia revolucionaria institucional de decidir las promociones de los mandos en el ejército y la armada. De aquí al 2010 tendremos tiempo para vaciar de significado mucho del México revolucionario que heredamos.

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