La caída del Muro de Berlín: el día en que terminó el siglo XX
Con la caída del Muro de Berlín hace 20 años inició una nueva época para el mundo. Entre sus escombros quedó sepultado el fracaso de un régimen visto como un recuerdo doloroso.
- 2009-11-01 | Milenio semanal
El profesor Wolfgang aún recuerda el día en que su madre le dijo que debían huir de Berlín porque el Ejército Rojo se acercaba a la ciudad arrasándolo todo a su paso. Su familia vivía en el lado oriental de la capital del Reich y su casa era un amasijo de hierros y ladrillos fruto de los intensos bombardeos del último año, un recuerdo vago del esplendor de otros tiempos, una fotografía destinada a registrarse en la memoria durante años alimentando una nostalgia que parecía no tener fin. Wolfgang y su familia huyeron hacia el oeste y no pudieron regresar a su hogar, a su barrio, hasta la luminosa mañana del 12 de noviembre de 1989, cuando junto a su hija Katja el viejo profesor atravesó las ruinas del Muro que había comenzado a derrumbarse tres días antes. Entonces, el viejo Berlín de su memoria se derrumbó para siempre.
De la gris metrópoli erigida por los soviéticos no quedan casi vestigios, pero aún se alza vigorosa su sombra. Muchos recuerdan la ciudad que emergió en esos agitados días de noviembre de hace 20 años. Era el vivo reflejo del fracaso descomunal del mundo comunista: la comparación con la prosperidad del sector occidental resultó de tal envergadura que produjo un efecto dominó en los años siguientes capaz de borrar de la faz de la tierra el mundo que la Rusia soviética había puesto en pie a partir de la Revolución de octubre de 1917. Cinco años después de la caída del muro el prestigioso historiador británico Eric Hobsbawn afirmó que el siglo XX, que a su juicio había comenzado con la Primera Guerra Mundial en 1914, se había acabado esa noche del nueve de noviembre en Berlín. Pero ¿de qué impulsos había nacido ese muro que los soviéticos llamaban “antifascista” y los occidentales “de la vergüenza”?
FIN DE LA POROSA FRONTERA
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Alemania había sido dividida como botín de guerra en cuatro sectores: uno bajo control francés, otro inglés, uno estadunidense y el último bajo el dominio soviético. Las diferencias ideológicas, políticas y económicas entre el gobierno ruso y sus otrora aliados occidentales no tardaron en causar defecciones: Berlín se transformó en un auténtico colador por donde comenzaron a pasar los que huían de las persecuciones del bloque soviético y de sus estrecheces económicas. En 1961 el problema se había vuelto acuciante para las autoridades del Este que temían que la fuga de cerebros terminara por dañar su ya de por sí alicaída economía: desde el comienzo de la Guerra Fría en 1949 y hasta 1961 habían escapado vía Berlín más de tres millones de personas y en las dos semanas previas a la construcción del muro los soviéticos calcularon en 50 mil más las fugas. Por si fuera poco, el agujero berlinés había comenzado a ser una fuente de atracción para los vecinos polacos y rusos, por lo que Moscú no tardó en aprobar la decisión de alzar los más de 120 kilómetros de muro que pusieron fin a la sangría. “Yo salí del infierno un año antes”, recuerda con una mueca de disgusto Greta, una berlinesa con gesto adusto a la que no le gusta demasiado hurgar en la memoria. “Mi familia quedó del otro lado. A mi anciana madre sólo pude verla a finales de 1963 cuando los del otro lado tuvieron un momento de misericordia y dejaron salir a los que tenían parientes de este lado para que pasaran las fiestas”.
Así como habría de ser veloz su caída 28 años después, veloz fue su construcción. Grandes tramos de alambres de púas y barricadas fueron alzados entre el anochecer del 12 de agosto de 1961 y el amanecer del día siguiente, todo en el más riguroso secreto. De la noche a la mañana miles de familias quedaron separadas por lo que en pocos meses se convertiría en un enorme muro de metal y hormigón: “Veníamos a hablar con nuestros parientes a gritos”, recuerda Helmut, un anciano de arrugado rostro que se detiene cada día ante el trozo de muro que aún queda cerca de su casa. “Mis hermanos vivían del otro lado… aquí nomás, a la vuelta. Imagínese. Yo he vivido toda la vida en este barrio y de repente, ¡zas! ¡Nos lo cortaron por la mitad!”. Lo embarga la emoción y hace un gesto con la mano indicando que ya no quiere hablar. Mi amiga berlinesa, en oficio de traductora, se siente obligada a explicarme: “Aquí a la gente no le gusta hablar del Muro. Por eso nadie protestó cuando empezaron a desmontarlo. Algunos no querrían ni que dejaran un pedazo de recuerdo”.
Su mera construcción estuvo a punto de llevar al mundo a una guerra nuclear cuando un par de meses después, el 27 de octubre, la tensión entre Occidente y el bloque soviético se volvió tan fuerte que estuvo a punto de desencadenar un combate de tanques en el sitio que después sería el mítico Checkpoint Charlie, una de las pocas fronteras que la Alemania socialista dejó abiertas al mundo occidental. Las más de 300 torres de vigilancia, los alambres de púas, la tierra de nadie que separaba el muro de la ciudad, las pistolas automáticas preparadas para disparar cuando se detectaban movimientos demasiado cerca del lado oriental, los búnker y otros dispositivos para evitar que el muro fuera embestido por los coches no detuvieron los sueños de la libertad. En los 28 años siguientes a su construcción 192 personas murieron intentando cruzarlo. Otras 200 resultaron gravemente heridas y los afortunados —cerca de seis mil— lo lograron.
LA CORTINA DE HIERRO
Cuando se hizo evidente que el Muro había nacido para quedarse, los berlineses que al principio confiaban en que Occidente no permitiría semejante atropello se dieron cuenta de que al Oeste tampoco le pareció tan mala solución. El presidente americano John F. Kennedy lo consideró una salida “poco elegante” pero aceptable al ponerle paños fríos a una frontera caliente, en tanto el primer ministro inglés Harold Macmillan no vio nada “ilegal” en su construcción. Mientras los escritores de novelas de espionaje y el cine de Hollywood elevaban el Muro a categoría de mito, capaz de sintetizar en una sola imagen todo lo que significaba el mundo que existía detrás de La cortina de hierro, los políticos conservadores a ambos lados del Atlántico vieron en él un argumento perfecto para resaltar la falta de libertad que caracterizaba el comunismo.
El primero en darse cuenta de la carga simbólica del muro fue el propio Kennedy. “Inch bin ein Berliner” (“Yo también soy berlinés”), afirmó en junio de 1963 en un vibrante discurso ante una multitud como no se había visto en Alemania en muchos años. Detrás de él no hubo presidente de Estados Unidos que resistiera la tentación de acercarse al muro y dejar sus palabras para la historia. Lo hizo Richard Nixon subido a una tarima de madera construida para mandar un saludo a los berlineses atrapados del otro lado, y lo hizo Ronald Reagan cuando se sacó una memorable foto al lado del Checkpoint Charlie el 12 de junio de 1987 al mismo tiempo que desafiaba al presidente soviético Mijail Gorbachov: “¡Tire el muro!”.
Pero mientras los estadunidenses lo aprovechaban para su propaganda anticomunista, los dirigentes políticos de la Europa Occidental guardaban un portentoso silencio. “Tenían miedo de que, si caía, Alemania volviera a estar unida”, recuerda el profesor Wolfgang, “así que venían, se sacaban la foto, decían unas palabras bonitas y se marchaban como habían venido, sin hacer nada. Total, los que sufríamos éramos nosotros”.
LA CAÍDA
En 1985 Mijail Gorbachov fue nombrado Secretario General del Partido Comunista y el hombre más poderoso de la URSS. Al llegar al gobierno anunció que la economía soviética se encontraba estancada y un año más tarde puso en marcha un programa de reformas políticas que se conoció popularmente como Perestroika (“reconstrucción o reforma” en ruso). Anunció también La Glasnost (“transparencia o claridad”), destinada a acabar con la corrupción que corroía el estado, pilar fundamental de la economía socialista. Los días de la Unión Soviética estaban contados y, con ellos, los de Alemania Oriental. El clima de convulsión social que se vivía en la vecina Polonia, donde el líder del sindicato Solidaridad, Lech Walesa, había puesto contra las cuerdas al poder soviético, su sumó a las frustraciones propias que el comunismo ocasionaba en la población y hacían crecer el clima de descontento. “Yo vivía en un apartamento con vistas a Berlín Occidental”, recuerda Inga, una mujer de ojos claros y mirada altiva con poco más de 50 años a sus espaldas. “Me daba envidia ver esa ciudad que no dormía, las luces encendidas durante toda la noche… Me imaginaba una especie de paraíso, la fiesta perpetua donde todo se podía comprar”. Inga recuerda las primeras manifestaciones de protesta silenciosa que nacieron en las iglesias, con epicentro en la catedral de Leipzig y que de a poco “se fueron extendiendo como una mancha por toda la ciudad”.
El 18 de octubre de 1989, ante la creciente presión de la oposición que se manifestaba en las calles, renunció el jefe del gobierno de la Alemania socialista, Erich Honecker. Como la medida no alivió las tensiones, el nuevo gobierno anunció que iba a eliminar ciertos trámites burocráticos que impedían cruzar la frontera. A las siete de la tarde del nueve de noviembre un miembro del Politburó comunista llamado Günter Schabowski pronunció una conferencia de prensa que fue transmitida en directo por televisión para anunciar que las restricciones para atravesar el Muro habían sido retiradas. “¿Cuándo entrará en vigor la medida?”, preguntó un periodista italiano que se encontraba en la sala. “Ya mismo”, respondió Schabowski. Minutos después una multitud de berlineses comenzaron a salir de sus casas y se dirigieron hacia el Muro para saber si era cierto.
Pero el gobierno no había avisado a la Policía fronteriza, que vio llegar a la gente y no supo cómo reaccionar. Se produjeron incluso algunos momentos de tensión cuando los oficiales quisieron detener al público, pero en el lado Occidental también se habían difundido las noticias y antes de la medianoche la gente no sólo comenzó a cruzar el Muro por todas partes sino que armados de cuanta herramienta encontraron a su paso los berlineses abrieron boquetes y lo fueron demoliendo durante la madrugada. El siglo XX había llegado a su fin y, junto con el Muro, desaparecería también el mundo soviético que lo engendró. Alemania sería reunificada un año más tarde a pesar de los temores y las reticencias de los gobiernos de Europa Occidental y 20 años después, en Berlín, el Muro es apenas un doloroso recuerdo.
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