- 2009-11-01 | Milenio semanal
El humo de cigarro asfixia. La sala es pequeña y los muebles parecen comprados hace tres generaciones. Y mientras la televisión produce un sonido tan estridente como molesto, afuera la lluvia retumba como si se empecinara en inundar la acalorada Monterrey. “Pásame el libro, así anoto las últimas bolsitas que vendimos. Tenemos que estar preparados porque hoy es viernes y seguramente vendrá mucha gente a pesar del aguacero”. Adrián no levanta la vista de la mesa, “dale, carnal, ¡apúrate! Tengo que anotar todo antes que lleguen los de la compañía a recoger el dinero”. Nadie quiere equivocarse en la recaudación. Faltan unos minutos para que llegue una brigada operativa del cártel del Golfo a cobrar el porcentaje semanal por la venta de drogas.
Adrián no se perturba y sus manos contabilizan la mercancía con movimientos que parecen robotizados. En la colonia todos lo conocen como El Chino, pero su tez morena y los 120 kilos que le sobran confundirían a cualquiera que se guiara por el mero apodo. “Esta semana creo que vendimos más de 30 mil pesos y no fue la mejor. Espero que suba la venta una vez que pasen las lluvias, porque la gente sale menos y después los jefes creen que nosotros somos los que andamos de vagos”. Casi gritando dice: “¡Joel, necesito que salgas a la banqueta y te quedes ahí, ya te lo dije, debes estar atento a los clientes y a cualquier amenaza que se pueda presentar!”.
Joel y Adrián no son hermanos pero se tratan como si lo fueran desde que empezaron en el narcomenudeo hace 15 años en las colonias del norte de Monterrey. Hoy, y luego de más de una década sobreviviendo en las calles, el trabajo bajo el ala protectora del cártel del Golfo les depara un futuro incierto. El paralelismo con el presente nacional se vuelve una obviedad. Mientras promedia octubre y las cifras de muertos relacionados con el narcotráfico crecen de manera exponencial, las acciones del ejecutivo federal chocan contra las raíces profundas de un sistema de seguridad pública tan corrupto que, aunque herido, siempre vuelve a erguirse con aires de insoportable imbatibilidad.
Todavía las organizaciones delictivas disfrutan del dinero fácil y eso sigue siendo noticia. Las cadenas informativas internacionales no se cansan de repetir imágenes sobre las ejecuciones y sumar los millones de dólares que el narco mexicano suele repartir entre favores o amenazas a los aparatos estatales. Desde el exterior todo se ve peor, se agiganta, se multiplican las cifras y amontonan los miles de muertos. Pero lejos de las pantallas y de los grandes números, de las capturas mediáticas y las toneladas que se incineran, ¿alguien se pregunta cómo empieza todo? ¿Cuáles son los primeros eslabones de esta cadena de producción que factura millones a escala mundial?
“Cada cártel tiene una estrategia propia. A mí Los Zetas me reclutaron a la fuerza y no tuve forma de decirles que no. Recuerdo que hace un año estaba saliendo de un cine en el centro de la ciudad y dos hombres se acercaron y me pidieron que los acompañara”, Adrián piensa las próximas palabras y se anima, “me suben a una camioneta y desde ese momento fue imposible que me dejasen de temblar las piernas. Todos estaban armados con fusiles automáticos y los equipos de radiofrecuencia repetían una serie de códigos inentendibles. A mi lado, el que parecía el jefe comenzó a explicarme que había llegado mi momento con ellos; que debía empezar a trabajar para el cártel del Golfo porque era una persona con gran experiencia y que sabía moverme en el mundo del narcomenudeo local”.
El Chino detalla cómo los reclutadores del cártel lo presionaron hasta no dejarle salida. Al igual que con otros prospectos, los delincuentes estudian a sus futuros trabajadores ayudados por una amplia red de inteligencia que abarca desde los prontuarios archivados en las policías locales hasta los informes confidenciales de la Procuraduría General de la República (PGR). Todo se sabe. Todo se averigua. Y es allí donde quizás se enquiste una de las verdades más profundas de la impunidad nacional. “Me sorprendía todo lo que sabían. Era como si estuviesen leyendo mi hoja de vida en una entrevista laboral a la cual no quería presentarme. Y claro, la otra opción era pagarles una suma gigantesca a modo de indulto, pero, ¿que vendedor de barrio tendría cientos de miles en el banco? La única salida fue transformarme en empleado de su organización”.
La historia de Adrián no es un hecho aislado. Cientos de jóvenes han sido reclutados por fuerza desde que la plaza regiomontana se convirtió en una de las zonas más valoradas por los grandes cárteles de la droga. Sabiéndose tierra de inversión y estratégicamente ubicada, La Sultana del Norte representa el mejor ejemplo nacional de la mutación en el accionar de las mafias y su violencia hacia la población civil en ciudades tradicionalmente neutrales.
EN LA NÓMINA
Son pasadas las 11 y la lluvia quedó atrás. La colonia empieza a mostrar el típico bullicio de los barrios humildes. Y aunque a simple vista todo parece normal, si alguien se detuviese a observar los repetidos movimientos de vehículos en la misma zona comprendería que algo diferente ocurre. Porque ya sea en carros particulares, taxis o bicicletas, lo cierto es que todos buscan lo mismo: comprar drogas lo más rápido posible y alejarse sin meterse en problemas. “Vendemos cocaína y piedra las 24 horas durante los siete días de la semana. A las demás drogas como LSD o marihuana no nos dedicamos porque no generan tanto dinero ni dependencia en nuestros clientes”, enfatiza Joel. “También es cierto que no comerciamos otras porque no nos dejan. Ahora somos empleados de un cártel y eso nos condiciona de muchas maneras. Tanto económica como personalmente tu vida pasa a ser propiedad de tus jefes, que en este caso no dudarían en pegarte un tiro en la cabeza si les causaras problemas”.
Según Joel, aunque la pugna por el área metropolitana de Monterrey continúa, hay varios puntos de los municipios donde alguno de los cárteles tiene control absoluto. Y ello posibilita que se organicen y estandaricen los procesos como lo haría una empresa particular que domina el mercado. “Es asombroso que las bolsitas de colores ahora sean conocidas por todos y que nadie pueda detener su venta. Esta semana nosotros teníamos rojas y hace un mes azules”, y agrega, “cada una viene cerrada desde los laboratorios y contiene un gramo de coca o piedra. Teniendo un solo producto registrado los jefes pueden controlar su venta y distribución, así como identificar quiénes trabajan para ellos y quiénes están con la competencia”.
Los dichos del narcomenudista detallan un episodio que no es menor. En el Estado de México, Guadalajara y en varias de las ciudades más importantes del país el cártel del Golfo estandarizó el estilo de venta de estupefacientes demostrando su poderío y capacidad de control sobre las autoridades. “Donde hay bolsitas están Los Zetas, y quienes estén trabajando en su misma área comprenden el mensaje y su única alternativa es la guerra o retirarse”.
La noche continúa y la madrugada se siente demasiado fría. Ante la escasez de clientes el malestar de Adrián se hace manifiesto debido a que todavía le faltan una veintena de ziplocs por vender para que los números cierren. “¡Joel, avisa adentro que estén atentos, viene la policía!”, detecta El Chino con la vista ya entrenada. Las luces azules dan la vuelta en la esquina y una patrulla de barrio se detiene frente a ellos. Una charla de cinco minutos y el automóvil sigue su camino. “No pasa nada, ellos están con nosotros y siempre nos tienen al tanto de los movimientos que hay en la colonia. Si se enteran que el Ejército viene hacia aquí enseguida nos avisan y eso nos da un mínimo de tiempo para desechar la mercancía y escapar”.
Son los pactos y pagos con la policía regia y sus divisiones. Aunque muy útiles para prevenir robos menores, la denominada policía de barrio y su logística de prevención posibilitó que los cárteles estiraran un tentáculo más y que la tarea de las verdaderas fuerzas de seguridad se volviera una epopeya. “Cuanto más vendes más te cuidan. Un claro ejemplo es la existencia de los denominados Halcones, una clase de informantes con conexiones en las fuerzas policiales que continuamente nos marcan cómo está la situación del día. Si te va bien, el Halcón está contigo a diario y se vuelve parte fundamental de tu organigrama como narcomenudista”, explica Joel con la veteranía de sus 35 años. “La clave para sobrevivir en este negocio es ser inteligente y siempre pensar que lo peor puede venir. Nosotros a veces tenemos asignado hasta un chofer que nos moviliza por diferentes sectores de la ciudad. ¿El auto? En buen estado, sin mercancía y con un conductor que no bebe alcohol ni ingiere sustancias.
¿Y los vecinos? ¿Cómo hacer para no molestarse por el continuo paso de automóviles y el mal ejemplo que todo eso significa para los niños? Adrián toma un trago de cerveza y se ríe mientras señala con el dedo índice dos viviendas vacías. “Al igual que con la policía de barrio, nuestros jefes se encargan de que todo el perímetro que nos rodea sea lo más seguro posible”, y profundiza: “Cuando empezamos con la venta fuerte, meses atrás, una señora estaba quejándose a diario y sus llamados fueron filtrados por la inteligencia de nuestra organización. Tiempo después, le hicieron una visita muy poco amistosa para explicarle que se callara o la iba a pasar muy mal… y hoy, pues ya no vive aquí”.
Las palabras de El Chino son tan crudas como certeras. Su pequeña tiendita se asemeja a un territorio liberado donde cualquier delincuente se sentiría a gusto. Sumado a esto, la desaparición de toda competencia lo posiciona como un negocio con ganancias francas. “Quitaron a todos los vendedores que había en las cercanías. Quién sabe cómo hicieron pero ahora tengo que recorrer más de 40 cuadras para comprar una dosis de cocaína”, explica un consumidor que prefiere el anonimato. “En Monterrey tienes puntos específicos de venta y quienes consumimos nos dirigimos a ciertos bares y discotecas que también venden las bolsitas. Pagas 120 pesos y no tienes la opción de comprar otro producto.”
LA RECAUDACIÓN
El reloj marca las cinco de la mañana y la tensión se palpa en el ambiente. Adrián recibe un llamado, trota hacia la casa y el operativo recaudación comienza. Llegó el momento de ordenar los números, contar los billetes y dejar todo bien anotado para entregarlo a sus jefes. “Me marcaron al radio para decirme que vienen para acá. Siempre es rápido y sin protocolos. Les doy el dinero, me renuevan cierta cantidad de mercancía y nos ponemos al día sobre la seguridad de la zona”, comenta Joel.
La mesa de la cocina parece un puesto del mercado. Bolsas de colores separadas a izquierda y derecha. Monedas y billetes de todas las denominaciones ya están ordenados y contabilizados. Adrián toma un porcentaje que posteriormente guardará en un punto oculto de su casa y, aunque no exprese contrariedad frente a su gente, su vida como empleado de un cártel le ha significado una disminución notable en sus ingresos. Desde que fue reclutado su sueldo pasó a ser el equivalente al de cualquier trabajador de planta en una empresa: no importa cuánto venda siempre recibirá el mismo porcentaje.
“Llegó la letra, quédense aquí mientras entrego las cosas”. El Chino sale al encuentro de un automóvil con vidrios oscuros y se inclina hacia la puerta del acompañante para saludarlo. Habiendo intercambiado paquetes, el coche continúa detenido y la charla extensa produce inconvenientes: algún curioso que caminaba enfrente se fijó demasiado en los ocupantes del asiento trasero. Salieron los delincuentes con armas automáticas para amenazar la imprudencia del joven que paseaba a su perro a tan inconveniente hora.
Con el altercado resuelto y la posterior mofa de los narcotraficantes, el auto desaparece para volver días después en busca de la recaudación prevista. “Parece algo simple pero es uno de los momentos más críticos de la operación. Es normal que lleguen nerviosos y la gente común no comprende que cualquier señal de amenaza los puede poner a la defensiva y causar una masacre”, explica Joel mientras describe la presión que sienten los empleados del escalafón más bajo del cártel ante los continuos enfrentamientos con el Ejército.
Adentro todavía el humo de cigarro asfixia y la televisión continúa encendida. La enésima repetición del operativo donde se incautaron 73 millones de pesos se destaca en las noticias. Aunque ya han pasado un par de semanas, el daño causado a una de las casas de seguridad del cártel del Golfo demuestra que nadie es intocable. Adrián lo sabe pero ignora la información que reproduce el programa. “¿Qué quieres que vea? Alguien los traicionó y les cayeron encima. Así pasa siempre, es parte de las reglas del juego; o te las aprendes o terminas muerto en menos de un mes”. La mirada de El Chino se pierde. Quizá recuerde que con aquel cateo mediático de la colonia Cumbres quedaron al descubierto los millones destinados para pagos de sobornos a las fuerzas de seguridad regiomontana. Y que su vida depende de ellos. De pagarle a la policía de barrio, de tener un Halcón, de los informes que los judiciales puedan darle, del chofer personalizado y de toda la logística que el narcotráfico ha fabricado en las últimas décadas a lo largo y ancho del país.
“La verdad es que estoy tranquilo ¿Quién se va meter aquí? ¿Quién de los nuevos gobernadores se va a animar a desmantelar las miles de tienditas que existen como la nuestra? Admito que mi esperanza de vida puede ser corta, pero puedo asegurar que estos barrios seguirán siendo por mucho tiempo los oasis de la impunidad”.
Joel cierra la puerta y se despide.
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