Fue Luis Javier Garrido un personaje singular, marcado por una biografía colectiva pero diferente de sus contemporáneos por la seriedad de su talante y la constancia implacable del pensamiento crítico. Hijo del rector a quien correspondió el difícil mantenimiento de la autonomía política e intelectual de la Universidad —en equilibrio con el gobierno de Miguel Alemán— tanto como el proceso de construcción de la Ciudad Universitaria.
Conocí la obra antes que al autor, aunque —menor que yo— él me recordaba desde los días en que era alumno de primaria en el Instituto México. Llegó a mis manos su libro clásico sobre la revolución institucionalizada, pieza maestra para el conocimiento del sistema político mexicano, que era el centro de mi trabajo académico. Poco después lo traté en el ámbito cordial de alumnos, materias y preocupaciones compartidas. Eran los días del movimiento estudiantil de 1986 y de la creación de la Corriente Democrática
Nuestra relación fue sobre todo indirecta y sólo con los años devino en un vínculo sólido, entrañable y señaladamente respetuoso. Me sorprendió en un principio su carácter, en apariencia introvertido y distante, hasta que descubrí detrás de los lentes de búho —símbolo de jurisprudencia— un ser humano jovial y refinado, exigente, directo y extremadamente cortés. Nunca lo sedujo el poder ni se dejó someter por él.
Por aquel tiempo vino a México nuestro común director de estudios, Maurice Duverger, quien nos invitó a almorzar y nos explicó las razones por las que indujo a sus discípulos a investigar las instituciones de sus propios países. No solamente para llenar vacíos bibliográficos, sino para convertirlos en agentes del cambio democrático y social en sus contextos nacionales, lo que creo se cumplió en ambos casos por distintas vías.
Garrido es precursor de la generación de los indignados, desde el señorío de la cátedra, la lucidez del pensamiento y la actitud contestataria. Ninguna de las protestas contra el autoritarismo y la injusticia le fue ajena: el movimiento estudiantil de 1968, la revuelta zapatista, la huelga universitaria del 2000 —en la que jugó un papel central— los fraudes electorales de 1988 y de 2006, la batalla por el petróleo, el movimiento de regeneración nacional y el clamor contra una estrategia de seguridad altamente nociva para la integridad del país.
Sus escritos más recientes no dejan lugar a dudas sobre su interpretación de los acontecimientos mexicanos de las últimas tres décadas. Más allá de la anécdota y de las formas y momentos en que se manifestaron, todos ellos son parte de los estragos causados en nuestro país por la implantación del ciclo neoliberal. La tragedia es que la subordinación se ha consolidado, mientras que las corrientes transformadoras han sido derrotadas, marginadas o absorbidas. Estamos por ello en espera de la batalla definitiva.
Crítico feroz de los últimos cinco sexenios, insistió en considerar la administración de Calderón como un “gobierno de facto” y a nuestra organización política como un “narco-Estado”. El significado último de 2006 —según Garrido— es el de un apoyo estadounidense condicionado a la entrega de las decisiones políticas y los recursos básicos del país. Un vaciamiento de soberanía como consecuencia del fraude electoral.
A partir de esa lógica, aseguraba Luis Javier, la “guerra” contra el narcotráfico no es sino un instrumento de dominación que busca el apoderamiento de los recursos estratégicos del país y el control desde el exterior del territorio nacional. Afirmaba que el “pacto de sumisión militar” ha vuelto nugatoria la vigencia del régimen constitucional y abogaba por una reconstrucción cabal de las instituciones mediante la instauración de una democracia participativa y también militante.
La cercanía de Luis Javier con la juventud y su devoción por las palabras reflejaban su pasión por las ideas y la compulsión de sembrarlas para generar desde la inteligencia un cambo radical de nuestra vida pública. Que así sea.
Diputado federal del Partido del Trabajo
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