Juan Villoro
En los países que no leen, los libros adquieren insólito prestigio; son como talismanes que otorgan un poder desconocido. El caso de Enrique Peña Nieto así lo muestra.
Durante su visita a la Feria Internacional del Libro, el candidato del PRI a la Presidencia fue incapaz de mencionar en forma correcta un libro que no fuera la Biblia (título conveniente, que evita conocer al autor). Además confundió a Enrique Krauze con Carlos Fuentes. En otras palabras, actuó como un mexicano normal.
Pero sus aspiraciones no son normales. Esto explica que un amplio sector de la población -que a juzgar por las ridículas ventas de libros tampoco lee mucho- condene su incompetencia.
Aparentar cultura en una rueda de prensa no es muy difícil. Basta que un asesor te pase una tarjeta en la que inventa tu bibliografía.
Los políticos han desarrollado argucias para complacer a los escritores (cuya vanidad es fácil de tocar). Norman Mailer contaba que John F. Kennedy ejercía un método infalible: no elogiaba a un novelista por su obra más conocida, sino por algún volumen marginal o incluso fracasado. Ante esa inesperada mención, el autor se sentía al fin comprendido. De acuerdo con el método Kennedy, si uno se encuentra a Gabriel García Márquez, no debe encomiar Cien años de soledad sino Ojos de perro azul.
Por lo demás, tener aficiones culturales genuinas no garantiza un buen desempeño político. Rod Blagojevich, ex gobernador de Illinois que recita a Kipling de memoria, acaba de ser sentenciado por cargos de corrupción. Y no hay que olvidar que Hitler fue un pintor apasionado (Kokoschka no se perdonaría haberle ganado una beca: si se la hubieran dado a Hitler, habría dejado la política). Un artista puede ser un cretino e incluso un criminal.
Ya tuvimos un Presidente con veleidades de escritor. José López Portillo fustigaba el lenguaje para decir que sus enemigos eran “enanos del tapanco” y “zaratustras”. Tristemente, es recordado por una frase poco literaria, su incumplida promesa de “defender el peso como perro”.
“Somos los libros que nos han hecho mejores”, escribió Borges. La frase admite un complemento: el efecto de la lectura no es automático; es necesario querer mejorarse en ella. Un campesino analfabeta puede tener una moral más alta que un profesor de Harvard. Los libros mejoran a quien así lo decide.
Lo que está en juego en el caso Peña Nieto no es su acercamiento a la cultura, sino lo que su pifia expresa de su condición política. El hombre que muchos ven como virtual Presidente asistió a un acto público sin la menor preparación. ¿Actuará con la misma superficialidad en otras áreas? Hubiera sido sencillo que alguien de su equipo le pasara una lista con suficientes autores nacionales para lucir patriota, pero se sintió tan encima de la circunstancia que ni siquiera buscó una excusa del tipo: “Prefiero no decir títulos para no dejar fuera a nadie”. Habló como quien cumple una rutina inerte, mostrando las posibilidades de un hombre hueco. No se equivocó un líder sino un robot. Peña Nieto no delató que estaba mal preparado, sino mal programado.
Tampoco calculó el paradójico peso que los libros tienen en un país donde los maestros no leen pero se espera que un líder sea tan excepcional que pueda mencionar tres títulos.
En México los libros adquieren una fuerza social compensatoria. Se habla de ellos en el tono reverencial que se le otorga al objeto sagrado, o por lo menos inaccesible. Esto explica que en Twitter la laguna cultural de Peña Nieto se transformara en un dinámico trending topic. ¿Cómo evaluar la condena masiva en las redes sociales? La lección política parece ser la siguiente: causa escándalo que el poderoso no domine una actividad que casi nadie practica, pero que se considera positiva; el libro puede ser ignorado por la mayoría, pero no por quien pretende gobernar. Al modo de una bola de cristal, semeja un recurso de poder, intangible y oracular. Por eso los políticos suelen tener bibliotecas escenográficas que no han leído.
El affaire también revela el desplazamiento del juicio al que somos tan proclives. La incapacidad de Peña Nieto no se juzga en su campo de acción. El político mexiquense representa el nuevo eslabón de la impunidad. Los 71 años en que el PRI confundió lo público y lo privado regresan de la mano de quien perfeccionó la opacidad ante los delitos de Atenco y Arturo Montiel. Eso bastaría para invalidar su candidatura. Pero el consenso no depende de la información. ¿La mala memoria de quienes lo mantienen como favorito en las encuestas será puesta a prueba por la mala memoria del político ante la literatura?
De 116 millones de mexicanos, sólo 500 mil compramos libros por gusto. Integramos un grupúsculo que trata de ampliarse con entusiasmo y pocos logros. Para la mayoría de la población, lo importante es que lea el Otro, el “picudo”, es decir, el Presidente.
El ridículo de Guadalajara no definirá la campaña electoral; sin embargo, reveló que en un país donde las representaciones son más importantes que los hechos, los símbolos también votan.
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