viernes, 28 de octubre de 2011

Los mitos de la guerra de Calderón /II - Epigmenio Ibarra


Acentos

Epigmenio Ibarra


Todas las guerras, por su naturaleza misma, por la dinámica de las hostilidades, la frontera entre los “buenos” y los “malos” se borra muy rápidamente. Si en su afán de conseguir la victoria uno y otro bando terminan compartiendo un grueso expediente de atrocidades e infamias. Mas pronto y más radicalmente sucede esto en las “guerras santas”.

En el nombre de Dios, del que sea, se cometen, cuando se libra una cruzada, una Jiddah o como quiera llamársele y con la bendición de curas, patriarcas, imanes o falsos profetas los mas execrables crímenes.

Cuando se lucha por Dios se justifican las masacres; los atentados contra la población civil; se hacen a un lado las leyes de los hombres, incluso aquellas que pretenden regular los conflictos bélicos y desaparece por completo, sustituido por el “castigo divino”, hasta la mas mínima noción de justicia.

Cuando la guerra santa se instala. Cuando los actos de los “buenos” en tanto representantes del bien, defensores de la verdad absoluta, ya no se someten a ningún tipo de escrutinio y se les extiende patente de corso. Cuando ya nada limita su acción se producen entonces heridas que tardan generaciones en cerrarse si es que alguna vez sanan.

Nada más irresponsable, equivocado y peligroso que, sólo con un afán propagandístico y sin medir las consecuencias, convertir en guerra la necesaria y urgente lucha contra el crimen organizado. Nada más trágico y terrible que hacer de esa guerra innecesaria una cruzada.

Nada, sin embargo, más previsible en alguien como Felipe Calderón Hinojosa que, haiga sido como haiga sido, se sentó en la silla luego de presentarse como el salvador de México y de poner a sus adversarios políticos como representantes del mal.

Miente de nuevo Calderón cuando dice que en su guerra de un lado están los “buenos” y del otro los “malos” y la gente en este país, sometida a tantos años de abuso por parte de los gobernantes y de las instituciones del estado, lo sabe de sobra. El problema es que la combinación letal de miedo y propaganda parece haberle borrado la memoria a muchos que hoy a comulgan con ruedas de molino.

De sobra sabemos los mexicanos, aunque algunos lo olviden, que la corrupción y la impunidad son los dos pilares de nuestro sistema político y que la distancia entre política y delito casi no existe en este país.

De sobra sabemos también de la debilidad atávica de las instituciones —todas— y de la forma en que el crimen organizado, nacido muchas veces entre sus filas, las infiltra y corrompe.

Refundar el Estado, combatir los males estructurales que lo aquejan era una tarea que Felipe Calderón y antes Vicente Fox Quesada no quisieron, ni pudieron ni supieron, emprender.

Les pareció más fácil y conveniente a ambos asimilar usos y costumbres del antiguo régimen y cogobernar con el PRI. Fox cerró los ojos y cruzó los brazos ante el crimen organizado. Calderón, sin atacar las razones estructurales del mismo, sacó fusiles y tanquetas.

Ambos, en tanto beneficiarios de la tan ansiada alternancia, han traicionado las esperanzas de paz, transformación profunda del Estado, justicia y bienestar de millones que hoy, porque no queda de otra, comienzan de nuevo a mirar hacia atrás.

Si ya de por sí es falso que en una guerra de un lado estén los buenos y del otro los malos, más falso es esto en México donde el aparato mismo del Estado se encuentra, hace ya décadas, sufriendo un proceso, cada vez más avanzado, de descomposición.

Esta descomposición echa por tierra el mito calderoniano de los “buenos” de un lado y los “malos” del otro. Las instituciones del Estado no sólo no podían resistir la prueba de la guerra, sino que su destrucción se ha acelerado.

Abajo se han venido, en la medida que se extienden las hostilidades y como era de esperarse, las instituciones de procuración de justicia, las policías, los ministerios públicos, las cárceles y reclusorios. En su lugar se alzan, libres casi del escrutinio público, justificadas todas sus acciones, en tanto combatientes de una cruzada, las fuerzas armadas.

Abajo también se irán viniendo, pese al canto de sirenas de los encuestadores y propagandísticos, la solidez, el prestigio del Ejército y la Armada metidos a policías e inmersos en la dinámica de la guerra santa.

Sobran ejemplos en la América Latina del triste papel de los ejércitos que se han plegado a la visión político-ideológica de los gobernantes en turno. El protagonismo indebido en la escena nacional suele ser también ser un factor de descomposición, pues los militares no saben estar fuera de sus cuarteles sin caer en la tentación de sentarse en la silla.

No habiendo a quien entregar a los presuntos criminales y sin los instrumentos mínimos para investigar y acreditar su responsabilidad es más fácil, por otro lado, proceder de manera expedita a su eliminación.

La cruzada lo justifica todo y al final la sentencia es dictada contra todas las víctimas, sean o no responsables de hechos ilícitos, ateniéndose a la versión moderna del “mátalos en caliente”, el tristemente celebre: “se matan entre ellos”.

Una mentira más sobre la que escribiré la próxima semana.

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