En memoria de Miguel Ángel Granados Chapa, esta semana reproducimos algunas de sus columnas. El 30 de noviembre de 2000 se publicó ésta, como despedida al presidente Ernesto Zedillo y al PRI.
Hoy decimos adiós al presidente Ernesto Zedillo y, simultáneamente, al presidencialismo abusivo que lesionó, en estos seis años y el medio siglo anterior, la dignidad de las personas e inhibió su desarrollo material y espiritual. El Ejecutivo que hoy cumple su día final deja un legado negativo, expresado en el incremento de la desigualdad, la gran fractura de la nación: nunca tantos tuvieron tan poco, nunca tan pocos tuvieron tanto.
Sus logros no son suyos. El PRI, con Zedillo a la cabeza, perdió la Presidencia de la República. Esa fue decisión de los ciudadanos, que hartos de la imposición resolvieron mudar de régimen. Zedillo dista de ser un apóstol de la democracia, como la retórica de última hora quiere presentarlo. Un héroe civil lucha por mejorar las condiciones de la política. En vez de proceder de tal suerte, Zedillo fue arrollado por la voluntad popular, que procediendo por acumulación y en diversos terrenos, no sólo el electoral, consiguió vencer al Invencible.
Mediante la aplicación de recursos públicos a intereses privados en el rescate bancario, Zedillo consolidó la primacía de los magnates particulares sobre las necesidades de la mayoría. Contra lo dispuesto por la Constitución, dispuso a solas del crédito público para salvar a una banca que, no obstante los caudales arrojados a sus cajas, no cumple hoy su función de ofrecer financiamiento al esfuerzo productivo. Gracias a Acción Nacional, Zedillo salvó la coyuntura, pero el saldo final le es adverso: vulneró la ley para privilegiar a unos cuantos.
Decimos adiós a ese género de corrupción priista, el que convierte dinero público en beneficio privado. Lo dijo Portes Gil mucho tiempo antes del nacimiento del PRI propiamente hablando, pero a partir de 1946 fue más cierto que nunca que cada sexenio se producen "comaladas de millonarios".
Negocios inmobiliarios, comisiones en compras y adjudicación de contratos, información privilegiada en materia cambiaria o de obras públicas, salarios colosales y ventajas tributarias, sustituyeron al mero hurto, a la distracción material de los fondos públicos. Pareció que, con el tiempo, los procedimientos del latrocinio gubernamental se habían sofisticado.
Ahora sabemos que no: de igual modo que la tesorería de San Luis Potosí enviaba parte de su recaudación a la casa del Alazán Tostado, desde Los Pinos se depositaba dinero en las cuentas de Raúl Salinas, sin más, en el más puro patrimonialismo feudal. Y quizá no sólo a eso se refirió el hermano mayor del presidente Salinas cuando anunció que aclararía que en su propia fortuna había recursos del erario. El cinismo de los capi de las mafias que mezclan negocios y poder hizo explícito su credo: ¿no se ufanó Rubén Figueroa Figueroa diciendo que la política es una carga muy pesada, pero que los fletes compensan?
Peor que la corrupción en sí misma ha sido la protección cobrada en oro a la delincuencia organizada, no sólo la del narcotráfico. No es casual que estén detenidos o prófugos funcionarios eminentes del gobierno federal o de los estados. Su actuación ilícita era posible por la intrincada red de intereses políticos y delincuenciales con linderos imposibles de definir.
Para mantenerse en el poder, el PRI consentía todo a quien contribuyera a su dominio. Los generales presos en La Palma (antes Almoloya) y el campo militar número uno no son ejemplo de una actuación anormal, excepcional.
Son la expresión de una estructura erigida con fines ilegales. Es el mejoramiento y modernización de las prácticas de agio con que jefes esquilman a subordinados. A esa penetración del delito en la vida institucional queremos decir adiós.
Mucho peor que todo lo anterior, y a lo que especialmente decimos hoy adiós, es la utilización del asesinato como instrumento político. En la retórica del PRI se asegura que su principal aportación al desarrollo mexicano fue la instauración de la paz social. Es documentable lo contrario. Se trató de la paz de los sepulcros. Es posible encontrar huella segura de atrocidades mortales en cada sexenio, quizá en cada uno de los años del priismo que nació con el presidente Miguel Alemán. El mejor opositor o disidente era el disidente u opositor muerto. Fueron asesinados muchos que tomaron las armas contra el gobierno. Pero muchos más que no lo hicieron, para silenciarlos, para atemorizar a otros, para simplemente quitarlos de en medio.
Una visión corta, un desdén para los de abajo, una deliberada falta de memoria hizo suponer que el crimen político había retornado a México en 1994, cuando fueron ultimados Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu. Los suyos fueron casos sobresalientes, pero no aislados ni iniciales. Tampoco, por desgracia, fueron los últimos. El poder que mata es el que estamos dejando atrás, al que decimos adiós.
El presidente Zedillo llegó a su cargo precisamente como consecuencia de esa herencia negra. No pudo deshacerse de ella. Es verdad que hizo aprehender a Raúl Salinas, por un homicidio al que no fue ajeno el poder presidencial (así fuera solamente por la participación de miembros del estado mayor en la conjura que desembocó en el homicidio a las afueras del hotel Casablanca y el encubrimiento de la verdad en las averiguaciones previas). Pero aunque se va con las manos limpias de sangre, no se marcha habiendo cumplido a plenitud sus responsabilidades en este campo, donde la impunidad campea.
Por eso le decimos adiós con sequedad. Por eso decimos adiós al PRI con regocijo.
CAJÓN DE SASTRE
Por supuesto, no se producirá una parálisis gubernamental cuando a la medianoche de hoy cesen en sus funciones el presidente de la República y los secretarios que hayan presentado a su propio jefe la renuncia. El resto del aparato oficial continuará en funciones casi a plenitud el lunes próximo, después del asueto obligatorio de mañana y del descanso finsemanal. Los funcionarios tienen responsabilidades que no pueden abandonar simplemente porque supongan o sepan que serán sustituidos. Y el Presidente electo ha sido enfático, en ese mismo ánimo de promover certezas en el empleo y continuidad en la acción gubernamental, que cuenta con los servidores públicos para que el relevo presidencial se perciba lo menos posible en la acción administrativa cotidiana.
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