viernes, 16 de septiembre de 2011

Las bravatas de Calderón

Acentos

Epigmenio Ibarra


Aun general no se le mide por sus discursos, sino por sus resultados en el campo de batalla. Son las victorias que consigue sobre el terreno y no las arengas encendidas, las bravatas, lo que le garantizan su permanencia en el mando.

Victorias además obtenidas con un costo razonable. No vencen en la guerra quienes por lucimiento personal o locura ganan batallas sobre enormes pilas de muertos, más cuando muchos de estos muertos son civiles.

A la postre ese desgaste irracional, esa sangría, se les revierte.

Muy alto costo pagan los países y ejércitos que se empeñan en mantener en el cargo a charlatanes y demagogos. Sobran ejemplos de naciones arrastradas a su destrucción por líderes mesiánicos.

Las cruzadas, las guerras santas, son las más sangrientas, las que al final nadie gana. Son también las más fáciles de desatar.

El miedo al diferente, el odio irracional a quien piensa distinto, se ve distinto, tiene un dios distinto prende fácil. También el odio al criminal sanguinario; la tentación de la justicia por propia mano o bien de las ejecuciones extrajudiciales a mansalva.

Más fácil todavía resulta pulsar esos instintos primitivos cuando los aparatos policiales, de impartición de justicia, los tribunales son corruptos e inoperantes. Es más rentable incitar al linchamiento que refundar instituciones.

El boato militar, los llamados a la “unidad nacional” hacen que el fuego se extienda con enorme velocidad y que luego nadie sea capaz de apagarlo.

Había ya en este país —nadie culpa del narcotráfico a Calderón— un problema estructural, resultado del régimen autoritario y su corrupción endémica y de nuestra vecindad con Estados Unidos.

Toda vez que Vicente Fox le cedió territorio al narco había que combatirlo. Pero había que hacerlo con inteligencia, aplicando medidas preventivas, de combate a las estructuras financieras del narco, disputándole base social y aplicando una dosis adecuada de fuerza.

Equivocarse en esa dosis es contraproducente: obliga a responder al enemigo en la misma medida, a escalar su poder de fuego, a radicalizar sus respuestas y sus medidas de presión sobre la población civil.

Tan iluminado como urgido de legitimidad, Felipe Calderón prefirió la vía rápida y segura de la guerra y hoy, en la agonía de su mandato, pretende hacer que nos sumemos todos a lo que se adivina ya como su autoinmolación simbólica.

Autoinmolación que por supuesto implica que otros se consuman en la pira y con su “sacrificio” le den a su “cruzada” —y por tanto a él— la justificación histórica. Evidentemente Calderón se engaña; tarde o temprano lo alcanzara el juicio de la historia.

En lo que no se equivoca —y por eso su estrategia— es que la guerra es, a estas alturas del partido, su mejor herramienta electoral, casi la única.

Entre botas, fusiles y uniformes no se da la democracia y eso conviene a Felipe Calderón cuyo proyecto autoritario se vuelve cada día más evidente.

Conviene también al alto mando que, mas allá de sus declaraciones de institucionalidad y sometimiento al mando civil, se sabe jugando un papel protagónico en la vida nacional que, desde hace décadas, le estaba vetado.

Sacar el Ejército a la calle siempre es muy fácil. Volverlo a meter a sus cuarteles no.

Le queda a Calderón poco tiempo en el cargo. Sabe que habrá de ser el objetivo de un severo y consistente ataque por parte de quien lo suceda. Las derrotas que el crimen organizado le infringe le importan menos que la derrota política que se aproxima.

Declarar la guerra le permitió sortear los primeros cuatro años de un mandato gris y fallido en casi todos los órdenes. Incendiar el país puede asegurar la continuidad de su proyecto político, o al menos una plataforma de negociación más conveniente con el PRI, al que la guerra también conviene.

Desde la comodidad de una oficina blindada, rodeado de guardias presidenciales cualquiera puede, como Felipe Calderón Hinojosa, exigir a la ciudadanía que le “plante cara al enemigo” y se “bata en combate”.

Desde la tribuna mediática —siempre a su disposición— cualquiera declara a la guerra y lanza la tropa a la calle.

Eso, claro, sin pisar jamás las trincheras; sin sufrir nunca el miedo del policía, del soldado a la espera de la inminente emboscada o, peor todavía, del levantón, la tortura y la muerte.

Amigo de los disfraces, las arengas patrióticas y las acciones propagandísticas, suma hoy Calderón, utilizando como escenografía las ceremonias militares de estos días patrios, un nuevo agravio contra los ciudadanos de este país, que su estrategia de combate al narco ha ensangrentado.

Me ha dicho un regiomontano a quien admiro y respeto que soy injusto con Calderón y las fuerzas armadas. Los que han sido injustos con Monterrey, con el país entero, le he respondido, son el Ejército y Calderón; su empeño no ha asegurado la vida y el patrimonio de las personas. Al contrario.

A “tambor batiente” ha dicho Calderón que planea terminar su sexenio, sus últimas arengas, para desgracia del país, lo confirman. ¿Vamos a permitirle que siga hilvanando derrotas? ¿Que, porque la guerra conviene a sus intereses, nos la imponga como destino?

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