jueves, 28 de julio de 2011

Un proyecto de nación


Purificación Carpinteyro

A 11 años, la alternancia en el poder, que presumíamos daría lugar a la democracia, probó ser apenas una simple sustitución del viejo monopolio del poder. Lejos de trabajar para erradicar los peores vicios del viejo régimen, la clase política aprovechó la coyuntura para garantizar a las élites de sus partidos el control de quién, dónde y cuándo tiene derecho a ejercer el más elemental de los derechos políticos ciudadanos garantizados por nuestra Constitución: el derecho a ser votado.

Ese derecho político ciudadano se ha convertido en botín de los partidos, del que hacen uso para ganar el voto corporativo, fomentando el clientelismo, el corporativismo y el uso indiscriminado y sin escrúpulos de las viejas formas del régimen que pensamos superado. El resultado está a la vista: quienes ocupan cargos de elección popular no responden a la ciudadanía sino a sus verdaderos electores: las cúpulas partidistas, cuyas instrucciones siguen al pie de la letra sin cuestionamientos, y que generalmente se inclinan conforme a los vientos electorales y sus tiempos.

México necesita de un cambio integral que replantee la percepción de nosotros mismos; de una visión de Estado que marque el rumbo nacional ante el interés supremo de los partidos de aferrarse al poder por el poder en sí, y no por lo que con el poder pueden conseguir por México y para México, y ante la ausencia de un proyecto de nación que defina qué país queremos ser en 10, 20 o 30 años, sin perdernos en discursos que repiten verdades de Perogrullo. Un plan que además marque las metas que debemos alcanzar en tres, cinco o 10 años para conseguir nuestro proyecto de nación, y que defina las políticas y los hitos que determinen el nivel de cumplimiento para, en su caso, realizar los ajustes necesarios en los planes para retomar la dirección, si no México seguirá a la deriva de la voluntad y conveniencia del siguiente en turno en el poder.

Transitaremos sin rumbo sujetos al vaivén de los vientos políticos. Jamás seremos capaces de alinear a las diferentes fuerzas del Estado, incluyendo a los poderes informales o "poderes fácticos", como son el sector financiero y bancario nacional e internacional; la clase empresarial representada por cámaras, asociaciones y consejos; las potencias internacionales -particularmente Estados Unidos de América-; las empresas que concentran poder en los más relevantes mercados de la economía nacional; sindicatos e iglesias, entre otros.

Cuando el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva asumió por primera vez la Presidencia del Brasil en 2003 -después de una crisis de credibilidad que devaluó la moneda en más del 200 por ciento durante el par de meses que transcurrieron entre la primera vuelta en las elecciones y su toma de posesión-, convocó a todos esos poderes, también existentes en ese país tan semejante al nuestro. En esas reuniones emplazó a todas las partes y las invitó a unirse en el esfuerzo para corregir el rumbo y alinear los intereses hacia una visión de Estado y un proyecto de nación. Sobra decir que de todos se esperaba que pusieran su parte, es decir, "todos ponían".

La alternativa era la exclusión dentro del plan maestro, y ésa no era una opción viable para ninguno de los jugadores, en la perspectiva de un país en crecimiento que prometía nuevas oportunidades de negocio, el fortalecimiento del mercado interno mediante la incursión agresiva de mercados internacionales y la depuración de los más pesados lastres del crecimiento.

Lula da Silva no sólo dio continuidad a la política de puertas abiertas iniciada por su predecesor, Fernando Henrique Cardoso. Lo hizo con mayor legitimidad que la que cualquier otro hubiera podido conseguir. Su origen sindicalista y de líder de la izquierda le confirió la autoridad moral para justificar las grandes reformas que transformaron a Brasil y que lo colocan en la lista de las próximas superpotencias: las BRICS, es decir, Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.

Pese a haber sido electo para su primer mandato por una coalición sin mayoría en el Congreso, Lula da Silva gobernó y consiguió reencaminar el rumbo de Brasil, creando alianzas con otros partidos que le permitieron llevar a cabo su proyecto de nación.

Si la experiencia de otros países -con circunstancias parecidas a las nuestras- ha probado que en menos de ocho años es posible fijar una directriz, cambiar el rumbo y apretar el paso para incorporarse a un futuro más promisorio, México también puede. Pero para ello debemos enfocar el debate no en los posibles candidatos sino en su proyecto de nación.

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