miércoles, 13 de julio de 2011

Corleone

RUTA 66

Diego Beas

Pasan las semanas y Washington mantiene firme su marcha hacia el abismo crediticio: el techo de endeudamiento pronto se alcanzará y, de no elevarse en los próximos días, Estados Unidos, por primera vez en la historia, no podrá financiar su deuda. Solo un acuerdo de último momento en el dividido Congreso puede salvar la credibilidad de la economía más grande del planeta.


El fondo del asunto, hay que decirlo clara y rápidamente, es mucho más político que económico. En su origen están dos visiones sobre el papel del Estado en la economía; dos visiones sobre la forma en la que el Gobierno participa en los asuntos económicos; y dos visiones sobre cómo enfrentar las crecientes incertidumbres de largo plazo a las que se enfrenta el país.


Dos partidos incapaces de alcanzar acuerdos y un sistema político que cada día se revela más disfuncional.


La negociación ha sido larga y en más de un sentido es una continuación directa de la situación límite que se vivió en abril con la aprobación del presupuesto -un acuerdo alcanzado en el minuto evitó que el Gobierno dejara de operar-.


Aunque la corrección política de a prensa en Estados Unidos se empeña en presentar el atasco actual como un conflicto entre actores sensatos y racionales que negocian sus diferencias, no lo es. Como ya lo he dicho aquí en incontables ocasiones y respecto a diversos temas, con el Partido Republicano no estamos ante un actor político racional que opera bajo criterios que favorezcan el interés general y la gobernanza.


Estamos ante un partido -al menos el actual, el que dirige John Boehner y le da cobijo a personajes como Sarah Palin y Michele Bachmann- cuya filosofía de gobierno no es otra que mermar en la mayor medida posible al propio Gobierno. Es decir: limitarle, constreñirle y reducirle; funciones, competencias, capacidades. Grover Norquist, líder del movimiento antiimpuestos más importante y uno de los responsables clave del impasse en el que estamos, lo expresa de manera más gráfica: "no busco abolir el Gobierno; simplemente quiero reducir su tamaño al punto que lo pueda arrastrar hasta el baño y ahogarlo en la bañera".


La semana pasada, en una columna atípicamente dura, David Brooks del New York Times finalmente llamaba a las cosas por su nombre. En esencia, llamando descerebrados a los Republicanos por negarse a firmar un acuerdo a pesar de haber conseguido todas la concesiones que perseguían en la negociación. Si el partido fuera un actor normal, dice el columnista conservador, "aprovecharía estas condiciones inmejorables. Sobre la mesa tiene el acuerdo del siglo: billones de dólares en recortes a cambio de unos cuantos miles de millones de mayor recaudación".


Pero no. El mantra irracional de impedir cualquier aumento en los ingresos del Gobierno -su única filosofía- se los impide. Con el paso de los años, añade el columnista, los republicanos se han convertido en una facción que representa más una forma de protesta psicológica que una alternativa real de Gobierno.


El plazo límite es el 2 de agosto. Y ahora la pelota está en el campo de Obama: ¿cómo enfrentarse a la tozuda intransigencia republicana? ¿Cómo manejar a su propio partido y base electoral? ¿Hasta dónde llevar la negociación? Obama tendrá que decidir en los próximos días.


Algunos piensan (Krugman) que Obama puede estar haciendo de Don Corleone a la inversa: haciendo una oferta que sabe de antemano que sus rivales no podrán aceptar. Una triangulación sacada del libreto de Bill Clinton que tiene como objetivo exponer a los republicanos y asegurar la reelección el año que viene.

En cualquier caso, el último responsable de la situación es el Presidente. Y a estas alturas del partido -ya en la prórroga- está haciendo funambulismo de alto riesgo a 20 metros de altura. En juego no solo está su reelección, sino la credibilidad de Estados Unidos como la piedra angular del sistema económico mundial.

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