TOLVANERA
Roberto Zamarripa
De los ninis a los Gómez; de los sicarios a los delanteros; de las balas a los goles; de la AK-47 a la Sub-17. Qué rápido cambia el rostro de una generación. Qué rápido cambian en el país las opiniones sobre sus jóvenes.
De los daños colaterales a los muchachos imprescindibles. Ahora sí la joven generación vale. Ahora sí acumula méritos para ser tomada en cuenta.
La conquista del campeonato mundial de futbol de menores baña al país como si fuera un refrescante. Pronto querrá ser convertido en anestesia. El medio futbolístico mexicano permeado de voracidad y avaricia, cimentado con corruptelas, lastimado en su imagen por los dopajes y los reventones, pero sobre todo por las barbaridades de sus federativos, es arropado por una conquista que no tardará en tener destino político y comercial.
Pronto ese triunfo será trastocado. Si por algo pudo ser posible fue debido a que, aún en el medio corrompido del futbol asociado mexicano, no fue privilegiada la obtención de dinero a cambio de partidos o la publicidad a cambio de goles. Las reglas internacionales establecidas y el mínimo de sensatez para impedir que los deportistas fueran apabullados por esos intereses comerciales mantuvieron protegida a la selección triunfadora.
Y desde luego por la calidad deportiva de los contendientes, que ni qué.
El propio presidente de la República, Felipe Calderón, ha quedado marcado por el destino futbolero. Como candidato a la Presidencia se colgó del triunfo mundialista de la otra Sub-17, durante el campeonato realizado en Perú, y presumió que su campaña estaba impregnada de ese ejemplo. Ahora como Presidente, le correspondió entregar el trofeo a la selección triunfadora. Cuando lo hizo, luego de recibir la copa de las manos del cuestionado directivo de la FIFA Joseph Blatter, el Presidente resintió el chiflido, el abucheo por unos cuantos segundos. Pronto se deshizo de la presea, como si le quemara las manos, para acallar la silbatina.
(Lo lamentable, en todo caso, es la manera en que su gobierno y otros gobiernos estatales prohijan en el medio futbolístico las peores maneras de construir triunfos deportivos. Apenas el sábado pasado, al inaugurar el Salón de la Fama construido en las instalaciones del Club Pachuca, puso de ejemplo a la directiva de Los Tuzos de cuyo dirigente, Jesús Martínez, Calderón dijo que transmitía un "liderazgo cerebral...inteligente, visionario, bien organizado y con una gran fuerza empresarial".
El Pachuca de Martínez no pudo ser posible sin una serie de actos de corrupción política y administrativa cometidos por gobiernos estatales de la entidad como la cesión irregular de terrenos, el favorecimiento fiscal y el financiamiento con dinero público, de lo que no cualquier empresario mexicano goza).
Vaya contradicciones: el país, el gobierno, la sociedad que tanto se ha empeñado en colocar obstáculos a los jóvenes para su inserción social, ahora rinde pleitesía a un puñado de muchachos que merecidamente logran triunfos consecutivos y revitalizan a un país.
Justamente la generación de la que son parte los campeones futbolísticos es la que ha quedado atrapada en el estrecho pasillo de la acumulación de frustraciones. Apilada en ese túnel, agachada para evitar ser víctima del fuego cruzado, engañada para salir de su asfixia por vías cortas con un fusil o una granada, despreciada en las zonas de productividad o en las aulas educativas, la Generación de los noventa atisba los contrastes. Tiene una corona en las manos cuando lleva decenas de inocentes mutilados. La paradoja quizás es que el símbolo de la épica victoria deportiva sea un vendaje en la cabeza de un muchacho herido.
El festejo emerge de una generación que vive entre pólvoras humeantes, de jóvenes entendidos como maleantes. Los estudiantes del Tec (Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo), asesinados a las puertas de su escuela y a quienes les sembraron armas para hacerlos parecer sicarios zetas con estudios de doctorado; la veintena de muchachos de Villas de Salvárcar; Juan Francisco Sicilia y sus amigos en Morelos; decenas de chamacos masacrados en bares y restaurantes de Torreón, Monterrey, Durango o Acapulco.
Valga ese triunfo para reconocer los abandonos. Pasamos del duelo al júbilo. El triunfo de ayer es buena noticia en medio de tantas malas. Es ejemplo y reto. Es, también, oportunidad de admitir las carencias de políticas públicas que impiden que jóvenes generaciones gocen y disfruten también sus conquistas en la educación, en la cultura y en el trabajo.
El cobijo que recibe la Selección ganadora, el que recibirá, y los homenajes necesarios deben convertirse en el elogio de una generación que, como esos futbolistas, lo único que pide es una oportunidad. Una, una sola. En paz, en condiciones de equidad, de mínima justicia. El homenaje a una Generación herida, que ya ha dado en estos años enormes cuotas de sacrificio y merecía por lo menos esbozar una sonrisa. Aunque sea con la venda en la cabeza.
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