lunes, 13 de junio de 2011

Jueves de Corpus sangriento


Mi inauguración ante las instituciones del país ocurrió el 10 de junio de 1971, un jueves de Corpus sangriento. Acababa de cumplir ocho años. Vivíamos en Amado Nervo, a unos metros de la Normal de Maestros. Cuando sonaron los primeros tiros, mi abuela metió a los niños bajo la cama, y se hincó a rezar. La oí decir: “Pobres muchachos”, y “¡Sálvalos, Dios mío!”.

Estábamos solos en la casa. Mi hermana recuerda que antes de que todo comenzara escuchó un grito cuya mención me sigue poniendo la carne de gallina: “¡Halcooones!”. Ahora creo que añadió ese grito a su memoria debido a los relatos que escuchó después, porque aquel “¡Halcooones!” no pudo sonar en Amado Nervo, sino más allá, en la calzada México-Tacuba: el sitio en donde 500 hombres de cabello corto, dotados de armas de fuego y varejones chang, bajaron de unos camiones grises y se lanzaron sobre los alumnos del Poli, la UNAM, la Ibero y el CCH, que marchaban en apoyo de cierta huelga iniciada por alumnos de la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Recuerdo el tronar de las armas de fuego, recuerdo que la calle se llenó de gritos, recuerdo que salí de mi escondite, corrí la cortina y miré por la ventana: los estudiantes intentaban escalar las rejas de la Normal. Los Halcones los golpeaban, les disparaban por la espalda. Vi caer varios cuerpos.

Mis tíos, estudiantes entonces, fueron llegando entre la balacera con caras por las que no corría una gota de color.

Uno de ellos escondió a dos muchachos en un tinaco vacío de la azotea. Mi abuela enloqueció: “¡Vas a matarnos a todos!” y le ordenó echarlos. Él los despidió en la puerta y les pidió perdón. Recuerdo sus caras. No he olvidado sus caras.

A la hora del crepúsculo, los tiros se fueron apagando, y por fin cesaron. Regresé a la ventana: en la calle había zapatos, muchos zapatos, y hojas de papel regadas por doquier. Grupos de granaderos hacían formación en las esquinas. Unas barredoras del gobierno del DF limpiaban el pavimento. Mi madre fue la última en llegar. Creímos que no volvería.

Eran los días del PRI en todo su esplendor. El regente capitalino Alfonso Martínez Domínguez declaró que los halcones no existían: “Son una leyenda”. El procurador Julio Sánchez Vargas hizo una investigación que demostró que los manifestantes ¡se habían atacado ellos mismos! El jefe de la policía, Rogelio Flores Curiel, apoyó esa versión: se había tratado de una gresca entre estudiantes: la policía no intervino, dijo, “porque tenía instrucciones de mantenerse a la expectativa”.

Cinco días más tarde, 500 mil priístas fueron acarreados al Zócalo para manifestar su apoyo al presidente Echeverría. El mandatario había dicho que tras aquellos sucesos su gobierno requería “de calor popular”. En un discurso vibrante, acuñó el término “emisarios del pasado” en alusión a quienes desorientaban a la juventud y se empeñaban en cancelar la esperanza nacional (que, por supuesto, su gobierno encarnaba).

Cinco años más tarde, el ex jefe de policía Flores Curiel tomó posesión como gobernador de Nayarit. Seis años más tarde, el ex procurador Sánchez Vargas fue nombrado ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ocho años después, el ex regente Martínez Domínguez asumió el puesto de gobernador de Nuevo León.

El PRI vivía su esplendor pero yo, durante mucho tiempo, no pude dormir. En cuanto cerraba los ojos oía aquellos gritos, veía aquellos cuerpos. Termino con un cuento extraño: a 30 años del halconazo, hice un reportaje sobre la matanza. El ex líder estudiantil Raúl Álvarez Garín había recopilado cientos de fotos sobre el jueves de Corpus, y las había ordenado cronológicamente. Me las mostró una tarde en sus oficinas de la colonia Roma. Yo acababa de cumplir 38 años. Frente a mis ojos desfilaron las calles de mi infancia: la cafetería “El Cadete”, la papelería “Atenas”, el café existencialista conocido como “El uno”. Vi casas que ya no estaban. Modelos de autos que había olvidado. Rótulos, letreros, anuncios publicitarios que se fueron para siempre.

La secuencia fotográfica llegó entonces a la calle Amado Nervo. Apareció mi casa y comencé a temblar. En la parte de arriba se veía un pequeño bulto: la cabeza de un niño que espiaba por la ventana.

En ese justo instante el reloj de mi vida acababa de dar una vuelta. Supe que algo se cumplía. Pero no sé lo que significa.

No sé lo que significa.

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