Si algo resultó contrastante en el diálogo de ayer entre las víctimas de la violencia y los funcionarios del gobierno, fue la enorme distancia entre unos y otros. La falta de sensibilidad y empatía de Francisco Blake Mora, de Genaro García Luna y de Marisela Morales.
De los secretarios de Seguridad Pública y de Gobernación no me extrañó gran cosa. ¡Pero de la Procuradora General de República!, sí que me sorprendió (al igual que las risitas de Margarita Zavala). Y por lo visto en el Castillo de Chapultepec, a algunos de los asistentes también.
Los tres funcionarios se envolvieron en sus habituales declaraciones de hemos detenido a los autores, está arrestado fulano, sutano; hemos seguido tal caso aquí, allá; estamos trabajando en el lavado de dinero, en la extinción de dominio; es que el problema es del fuero común…
Resultaron tan insultantes sus intervenciones –por distantes y engañosas—que fue precisamente ante ello que se sublevó Julián le Baron interrumpiéndoles:
“No hay ninguna persona detenida por ese crimen. ¡No ofendan la memoria de mis hermanos diciendo que se ha hecho justicia!”
Al igual que Omar Esparza: “¡No nos insulten! Nadie asume la protección a los testigos protegidos! Los criminales son protegidos por los gobiernos, por los diputados…, no hay un solo responsable detenido por más que les acercamos testigos”.
Parecía que el diálogo iba a estallar. Se salía de los “pactado”. Pero aún faltaba. Si los miembros del gabinete fueron los primeros en ser señalados por algunos de los asistentes, faltaba aún el propio Presidente de la República. Ese le tocó a a Javier Sicilia.
Y es que Felipe Calderón volvió una vez más a decir que le echaban la culpa a él y a su gobierno de violencia y no a los criminales. Que eso no era así, que se equivocaba. Que si tenía que pedir perdón por algo, era por no haber actuado antes contra los criminales, por no haber enviado antes a las fuerzas federales a combatirlo.
El poeta le atajó:
“Señor Presidente, no le cuestionamos su ataque a los delincuentes, ni les restamos responsabilidad a los delincuentes. Pero nuestros interlocutores no son ellos, es el Estado…. El problema señor Presidente es que usted se lanzó a esta guerra con instituciones podridas con alto grado de impunidad.”
Palabras que ya había manifestado en otras ocasiones, escrito incluso en su carta, pero que por lo visto no habían sido retenidas.
Fue ahí que cambió el tenor del diálogo. Calderón entró en sintonía. Se exaltó incluso en algunas de sus respuestas, pero finalmente abandonó el limbo en el que vive con sus funcionarios y aterrizaba a un diálogo más real, más cercano, más humano.
Dio entonces su versión:
“Entré (a esta guerra) sin reforma política y sin haber reformado a las instituciones porque yo creo que se tienen que hacer al mismo tiempo. Tengo que actuar con lo que tengo. Y estoy seguro que usted hubiera hecho lo mismo. Si son piedras lo que tengo, con piedras…No podía esperar a que cambiar las cosas.
“Me gustaría ser recordado por lo que he hecho en educación, en salud, pero no. Seguramente seré recordado por este tema y seguramente con injusticia”.
El diálogo así se humanizaba entre él, sólo él Felipe Calderón –no así sus funcionarios–, y los representantes de las víctimas. Un avance.
Pero pocos frutos se recogerían al final: aportación económica para el monumento y las placas que se harán con los nombres de las víctimas; inicio de los preparativos con el secretario de Gobernación para ver lo de una comisión de seguimiento a víctima y en seguridad; atención personal del propio Presidente a algunos casos que se plantearon en la reunión de muertos y desaparecidos.
Y, una vez más, disposición a revisar la estrategia contra el crimen. Pero…
Como repetiría de nueva cuenta: “Prefiero que me juzguen injustamente por haber actuado”.
Ahí se enconchaba, se refugiaba. Seguramente así será hasta el final de su sexenio.
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