Son contradictorios y quizá hasta ambiguos mis sentimientos hacia la cultura japonesa. Ese estilo de vida que se somete a un emperador al cual no pueden ver, de idéntica manera a como cazan ballenas en contra del sentimiento de los conservacionistas; esa civilización que hoy recurre a la huelga con más horas de trabajo y mayor producción, que se refugia en el suicidio ante la posibilidad de un fracaso menor, pero que apenas hace unos años todavía practicaba el ritual del sepuko y se orgullecía de sus kamikazes.
Japoneses que ante lo irremediable actúan de manera diametralmente opuesta a como lo hacemos los occidentales, porque la cultura judeo-cristiana es diferente al sintoísmo y al budismo de esas islas en las que se tiene a orgullo diseñar jardines de paciencia, cultivar la naturaleza para hacerla propicia a la meditación y la disciplina. Nación que lo mismo produce a Yukio Mishima que a Yasunari Kawabata. El primero un militarista colindante con el fascismo, el segundo que nos invita a visitar La casa de las bellas durmientes, núbiles mujeres, hermosas, a las que se puede admirar, pero nunca, jamás tocar.
No debiera sorprendernos la manera en que sus autoridades y ellos mismos han resuelto esta triple contingencia. El terremoto, de nueve grados en la escala de Richter, equivalente a cien veces la bomba de Hiroshima o de Nagasaki; el tsunami, fenómeno natural del que en mi indolente infancia y juventud jamás escuché, pero que en diciembre de 2005 anunció su presencia para dejar testimonio de lo que puede causar el desplazamiento incontenible de toneladas y toneladas cúbicas de agua, más arrasadoras que Atila.
El tercer contratiempo, de orden técnico y humano, es la posibilidad de una catástrofe de consecuencias impredecibles, debido a la fractura de los reactores nucleares de la planta de Fukushima, lo que ha abierto una bizantina discusión sobre la seguridad o inseguridad de esa manera de producir energía, tal y como ocurre o ocurría cada vez que un accidente aéreo de grandes proporciones obliga a discutir el tema de la seguridad de ese transporte.
Los reactores de esa planta nuclear que están a punto de fracturarse o a lo peor ya ocurrió el hecho, no fallaron como consecuencia de la impericia y la imprudencia humanas, sino debido a contingencias naturales más allá de toda previsión, por lo que poner en entredicho el futuro de la energía nuclear es una estupidez. Lo que sí debe hacerse, es revisar los protocolos de seguridad.
Ante esas tres contingencias, nos asombra a los occidentales la aparente pasividad de los japoneses, su comedida disciplina y su solidaridad, pero debe asombrarnos todavía más su actitud ante el miedo, que es casi una filosofía, una manera de vivir, un estilo de vida.
Esa actitud ante lo inevitable va más allá de su sumisión al emperador, tan intangible para ellos como la divinidad occidental. No lo comprendía sino después de leer a Haruki Murakami, fenómeno literario de más fácil acceso a la idiosincrasia occidental que Mishima o Kawabata.
En El séptimo hombre Murakami nos deja su conocimiento de la actitud japonesa ante la adversidad: “La segunda ola no fue menor que la primera. No. Fue incluso mayor. Se fue acercando hasta reventar despacio, distorsionándose la forma, por encima de mi cabeza, como cuando se desploma una pared de ladrillo. Era tan grande que no parecía una ola real. Se diría que era algo completamente distinto que había adoptado la forma de ola. Algo distinto con forma de ola que procedía de otro mundo muy lejano. Lleno de resolución, aguardé el instante de ser engullido por las tinieblas. Mantuve los ojos bien abiertos. Recuerdo que, en aquellos momentos, oía cómo me latía el corazón con fuerza. Sin embargo, en cuanto llegó frente a mí, la ola perdió de repente todo su vigor, como si se le hubieran agotado las fuerzas, y se quedó suspendida en el aire. Duró apenas unos instantes, pero la ola, rota, permaneció inmóvil justo en aquel punto. Y en la cresta, dentro de su lengua transparente y cruel, distinguí con toda claridad la figura de K”.
Sólo en Herman Melville, en Moby Dick, se puede encontrar algo parecido al agua y el mal, porque el Diluvio es otra cosa, es el castigo divino. La inundación total llegó después de 40 días con sus noches, nada fue de sopetón.
En Sauce ciego, mujer dormida, el mismo Murakami nos transmite esa sensación: “-Pues sí, la verdad -suspiró-. Lo peor es el miedo. Lo más horrible, lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es el daño que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?”
Nada hay que añadir. No es el miedo a los fenómenos naturales fuera de control, tampoco a la radiación, sino a las consecuencias en sus hijos y en sus nietos, como las vivieron los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Para nosotros, en ese egoísmo judeo-cristiano, un suspiro de alivio, porque son otros los que mueren, otros los que sufren las consecuencias tangibles, porque las otras nos arrasarán como ocurrió con el tsunami.
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