miércoles, 30 de marzo de 2011

Intervención




DIEGO BEAS

"Estados Unidos es diferente", dijo Obama el lunes por la noche en un discurso destinado a aclarar su política respecto a la acción militar en Libia. "Como Presidente", dijo, "me niego a esperar a que aparezcan las imágenes de una matanza o que el país se llene de tumbas para tomar medidas".

Hablaba el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas en su primera intervención militar enteramente propia. La primera guerra que le pertenece al cien por cien a Obama y la primera después de las dos intervenciones estadounidenses después del 11-S: Afganistán e Irak.

Por ello, la gran pregunta que flota en el ambiente ahora es cuál es la naturaleza de esta intervención: ¿Cuáles son su objetivos? ¿Hay una estrategia militar claramente definida? Y, sobre todo, ¿tiene el Ejército un plan de salida?

Entre otros temas, estas fueron algunas de las cuestiones que Obama abordó en su discurso.

Pero, más allá de los detalles de la intervención (a los que llegaré en un momento), el discurso del lunes fue importante por dos razones. En primera instancia por la percepción de la opinión pública y la imagen del Presidente. El jueves pasado Reuters publicaba números francamente alarmantes: si bien el 60 por ciento de la población apoya las acciones de Estados Unidos en Libia, sólo el 17 confía en la capacidad de Obama como Comandante en Jefe. Un cifra bajísima que necesitaba una respuesta categórica. Y la tuvo.

La segunda y más importante razón es la nueva definición que Obama está intentando hacer de una intervención armada. Después de Irak, Afganistán y el dominio del pensamiento neoconservador que marcó las directrices de la política exterior estadounidense durante casi una década, ¿qué hay?

Lo que está intentado Obama con la intervención en Libia es nada menos que proporcionar un marco alternativo y redefinir los intereses estratégicos de Estados Unidos en el mundo. Una tarea mucho más compleja de lo que muchos se dan cuenta. La política exterior o, para tal caso, la definición amplia de los intereses estratégicos de un país -de un país serio, quiero decir- no se cambian por decreto ni a golpe de la imposición de la voluntad de un gobernante.

Y esto Obama lo entiende perfectamente. Por más que él hubiera querido llegar a la Casa Blanca y terminar con las dos intervenciones bélicas en las que estaba involucrado el país entonces, con razón, no lo hizo -no olvidemos que el primer tema que aglutinó votantes entorno a su figura fue su férrea oposición a la guerra de Irak-. Es hasta ahora cuando las circunstancias le brindan la primera oportunidad para establecer sus propios términos e intentar definir un nuevo rumbo para Estados Unidos.

La visión de Obama, en esencia, se base en recortar la amplitud de las ambiciones, por una parte, y, por otra, en volver a algunos ideales concretos de política exterior que le den sustento a la agenda democrática -que no de democratización- de Estados Unidos en el mundo (Obama no menciona una sola vez la palabra democracia en el discurso; un paso hacia adelante simbólico de los tiempos en los que George W. Bush llegaba a repetir el término decenas de veces).

El lunes, el Presidente estadounidense dejó claros dos temas sobre la intervención en Libia: obedece sobre todo a la responsabilidad moral de la comunidad internacional de evitar una nueva catástrofe humanitaria (la sombra de los Balcanes y Somalia todavía sobrevuela muchas conciencias) y su participación tiene límites muy claros (ni se intentará derrocar a Gaddafi ni se ocupará al país militarmente).

Por ahora, a la única conclusión clara a la que podemos llegar es que Estados Unidos redefine sus intereses estratégicos en el mundo y la forma en la que interactúa con ellos. ¿Cuáles son exactamente? Demasiado pronto para definirlos con precisión -hablamos de la formulación de una doctrina en política exterior, no del resultado de una consulta popular-.

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