martes, 25 de enero de 2011

Samuel Ruiz nos traía de cabeza

Martha Anaya

January 25, 2011

Samuel Ruiz nos traía de cabeza. Seguirlo –perseguirlo más bien– mañana, tarde y noche, era una locura. Si se encerraba en la curia, difícilmente nos entreabría alguna monjita la puerta y ni manera de saber con quién se encontraba reunido; si subía a su carro y tomaba el volante, ¡pero todavía!, manejaba como alma en pena y no pocos estuvimos cerca de sufrir un accidente en las carreteras chiapanecas correteando al famoso obispo de San Cristóbal de las Casas.

Esto ocurría en las primeras semanas de 1994, cuando recién se dio el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y Manuel Camacho Solís –negociador de la paz—se alojaba en un pequeño hotel cercano al templo y se reunía cotidianamente con el polémico obispo.

En ese entonces –último año del gobierno de Carlos Salinas de Gortari–, desde la Procuraduría General de la República y de la secretaría de Gobernación se habían filtrado a distintos medios, versiones y documentos que acusaban Samuel Ruiz no sólo de apoyar el movimiento zapatista sino de ocultar armas en los sótanos de la catedral de la insigne ciudad coleta.

Y no sólo eso, a lo largo de seis meses, a la par de las negociaciones entre el gobierno mexicano y el movimiento zapatista –en las cuales fungía el obispo como mediador–, la campaña de desprestigio incluyó a su clero, a la orden de los jesuitas y a la Teología de la Liberación.

Le llamaban “Comandante Sam, subversivo, apóstol del protagonismo, terrateniente, obispo rojo, ideólogo zapatista, abastecedor de armas para la guerrilla, enemigo de la clase media, moderno Pol Pot…”, como registró Carlos Fazio en su libro El Caminante (Espasa Calpe 1994).

Tales epítetos y cuanto se le atribuía a don Samuel eran una infamia, como muchas otras que se dijeron y escribieron en ese entonces, contra el hombre-pastor en cuyo escudo se leía esta leyenda en latín: “Aquí te envío para que arranques y destruyas, para que edifiques y plantes”.

Pero más allá de la leyenda negra que se le armaba desde las instancias oficiales, para el enjambre de reporteros que cubríamos el conflicto armado en Chiapas y teníamos como base San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz era referencia obligada. Decenas y decenas de periodistas tocábamos a su puerta mañana, tarde y noche para obtener información de acontecimientos en distintos pueblos de la entidad y de las posibles negociaciones.

Era tal la demanda de información que el obispo buscó la manera de satisfacer nuestras peticiones de una manera poco ortodoxa y no sin cierta malicia y hasta sentido del humor: decidió que en las misa de once de los domingos, durante la homilía, daría un parte informativo.

Así lo hizo durante los tres primeros meses del conflicto, y ahí nos tenía a todos los reporteros –poco afectos a ir a escuchar misa—prestos a asistir a la misa dominical para recoger las palabras que don Samuel vertía en medio de su homilía y que en ocasiones resultaban incomprensibles pues las entremezclaba con parábolas bíblicas.

Lo cierto es que se convirtió en un personaje indispensable para desmontar la guerra que se había declarado, y meses después, en plena catedral, se llevaron a cabo los diálogos entre el EZLN y el Gobierno –a los que asistieron de manera preeminente el subcomandante Marcos y Manuel Camacho Solís–.

De aquellos tiempos me quedaron profundamente grabadas algunas imágenes:

-El día en que fue liberado por los zapatistas el ex gobernador de Chiapas, Absalón Castellanos, y cuya primera acción fue hincarse ante Samuel Ruiz en aquella cancha de basquetbol, en medio de la selva, donde fue entregado. Caía ya la tarde y el obispo de San Cristóbal fungía prácticamente como escudo de la parte oficial –Manuel Camacho y sus ayudantes—que habían ido a recibir al rehén.

Las gotas de sudor caían sobre la frente de Don Samuel, su cuerpo tenso denotaba un nerviosismo contenido, y una breve sonrisa asomó en su moreno rostro al ver aparecer en un retorno al general y mirarlo caer hincado a sus pies.

-Otra ocasión fue cuando concluyeron –abruptamente por cierto—los Diálogos de catedral entre el EZLN y el Gobierno, y don Samuel y Camacho fueron personalmente a dejar a Marcos y a su gente a la entrada de la selva, y evitar con su sola presencia que algún incidente ocurriese en el camino.

Cuando el sub y los suyos se perdieron en la selva, Camacho y don Samuel lanzaron un profundo suspiro, subieron a un automóvil los dos solos y fueron a parar a un pequeño restorancillo en el camino en el que, con huevos y café, “celebraban” el paso dado hacia la paz.

-La tercera es más íntima, por llamarla de algún modo. Sucedió una media mañana en San Cristóbal. Fui a buscar a don Samuel a la curia por alguna información que requería. Una de las monjitas –ya nos conocía a todos de tanto vernos por ahí—me dijo que se encontraba en la parte de la iglesia.

Pero yo había pasado por la catedral, sus puertas estaban cerradas. Y se lo comenté. Entonces me dejó pasar por la parte interior de la edificación hacia la nave principal. El lugar estaba a media luz, solitario, silencioso, apenas unas cuantas velas encendidas.

De pronto, entre aquella penumbra distinguí en una de las primeras bancas la figura de don Samuel. Estaba hincado, las manos apretadas a la altura de su pecho y mirando fervorosamente la imagen de Cristo en el altar.

No había nadie más ahí. Sólo él, Cristo, el altar, la penumbra, unas velas encendidas, la penumbra, y yo a la distancia mirándole.

Pasaron los minutos. Don Samuel se levantó. Me encaminé hacia él y encontré aún en sus mejillas las lágrimas rodando.

Fue entonces que lo vi de otra manera, más allá del obispo-político-pastor-entrevistado, y que comencé a apreciarlo.

Ayer murió, a los 86 años y bien podemos decir de él que “en su andar hizo camino”.

martha.anaya89@yahoo.com.mx

twitter: @marthaanaya

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