De pronto se oye vociferar a una señora que se dice no atendida de forma apropiada en un restaurante de los caros en el D.F., a los que acuden quienes viven en permanente pasarela. La increpación viene cargada de desprecio-rencor-indignación-intentos de superioridad y fuchi; el grito que le espeta al joven mesero que la atiende es, ni más ni menos que: “¡Indio!” y luego una retahíla de maldiciones. Por supuesto, ‘como debe ser en estos casos, la dama del buen decir exige que venga el gerente’ porque “¡ahora mismo voy a hacer que te corran!”
Es histórico. Es uno de los insultos más gravosos que puede inferir un mexicano a otro mexicano y es utilizado para humillar y repudiar, para agraviar y discriminar. En general lo usan quienes piensan que dejaron hace mucho el estatus de indio o bien aquellos que creen provenir de orígenes directos, blancos y barbados.
Así, ser indio en este país ha sido y es hoy mismo, para muchos aquí, un síntoma de inferioridad y, naturalmente, merecedor de desprecio y marginación. No vamos a repetir aquí las virtudes y valores del indigenismo mexicano pero si a insistir en esa actitud extremadamente racista de gran parte de la sociedad mexicana en un país en donde el racismo es una forma de convivencia atroz y dolorosa.
Y luego, la regla del machismo a carta cabal porque “la mujer, como la carabina, cargada y en la cocina” que se decía antes y hoy, de otro modo, lo mismo, se sigue menospreciando y viendo a la mujer, desde la perspectiva masculina, como una advenediza en los terrenos masculinos; como una carga pesada en el ánimo social en donde todavía es inaceptable que una mujer gane más que un hombre, obtenga mejores posiciones que un hombre y sea jefe de otros hombres… Naturalmente todos los agravios se resuelven al llegar a la casa y cumplir con el papel histórico…
Y qué tal con esas miradas de fulgor extraño; esos ‘ojos que da pánico soñar’ que dijera en su excelente ensayo José Joaquín Blanco. “¡Puto!” es asimismo la descarga mexicana casi siempre masculina de un hombre que percibe en otro una supuesta o real diversidad sexual. “¡Puto!” es el término que espeta aquel que muestra asquitos frente a la amenaza de descubrirse a sí mismo como de ‘afinidades electivas’. “¡Puto!” es la venganza de quien no lo es o supone no serlo frente a quien se ha atrevido de grado u origen a romper la regla del uno y otra, hombre-mujer, macho-hembra en un mundo de reglas establecidas desde los púlpitos o desde los ámbitos ultraconservadores de la nación mexicana.
Y qué tal cuando se trata a los minusválidos: “el cojo”; “la manca”; “el tuerto”; “el ruco”; “el cucho”; “la cuatro-ojos”… Todo para describir a quien es diferente a uno; a aquellos que están fuera de nuestra órbita siempre activa, siempre en movimiento, siempre ágil y por siempre fresca y rozagante.
La discriminación, el racismo y la intolerancia son parte de la ‘modernidad’. Esto es cierto y ocurre en todo el mundo como ocurre aquí; pero es lo que aquí hacemos lo que nos importa.
Apenas el domingo el presidente del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) advertía que quienes con mayor frecuencia recurren a términos discriminatorios y racistas en México son líderes políticos, religiosos y gente del espectáculo [particularmente quienes aparecen en televisión] y lo dice así: “con este tipo de discursos lanzados al aire… se hace un llamado a la estigmatización y consolidación de estereotipos y prejuicios”. Con ello ‘se afecta al tejido social, la trama se rompe y las personas nos empezamos a ver de manera sospechosa, nos van cambiando las ideas sobre ciertos grupos y ahora ya no te veo como persona, sino como homosexual o como alguien que tiene una opinión política distinta a la mía (con ello) se puede llegar muy fácilmente a la violencia’.
Hoy se dice que ‘hay más tolerancia’; que los indígenas ‘son orgullo de nuestro origen’, que las mujeres están hombro con hombro junto a los hombres y que ‘son parte importante del desarrollo nacional’ o que los homosexuales ‘ya pueden casarse y adoptar’ “¿o no?”: Si; pero no: “Nomás que no se me acerquen”
Lo cierto es que aun con esas libertades que se dice haber adquirido por inercia mundial o por voluntad nacional o estatal persiste una grave enfermedad social en México: la de la discriminación, la marginación y el racismo; esta enfermedad está enquistada en el ser de muchos mexicanos que no entienden que todo lo que se dice de esas libertades es cierto y que la igualdad es cosa cierta y que los pasos que socialmente se han dado para demostrarla son irreversibles.
Pero esa búsqueda de cambio de actitudes sociales debe ir acompañada de un cambio de actitud institucional. No es sólo un asunto de voluntad individual como se habrá de solucionar este problema que se da tanto en la calle como en los sistemas de salud o educativos y en la regulación obrero patronal y muchos más. Se requiere un gran esfuerzo y voluntad para trasladar esas actitudes hacia los terrenos del respeto y la valoración humana, productiva, intelectual y recreativa.
Y no cabe duda, también, de que la ley debe operar para establecer leyes y endurecer sanciones en contra de quienes agravien con este tipo de expresiones, actitudes o hechos a otros: mexicanos o no. La Secretaría de Educación Pública como institución que tiene contacto con la formación del mexicano desde su más tierna infancia tiene una gran responsabilidad en todo esto…
Dicen que hace tiempo, siendo gobernador electo de Nayarit, al señor Rigoberto Ochoa Zaragoza le preguntó un reportero respecto de la integración de su gabinete: “¿Y a quien va a llevar a la secretaría de cultura?”. Rápidamente contestó: “…no sé… bueno… no faltará un putito por ahí”. jhsantiago@prodigy.net.mx
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