Eduardo Ibarra Aguirre
En un extenso discurso centrado en cómo “Estados Unidos puede, debe y será el líder en este nuevo siglo (…) Este es un momento que tiene que ser tomado a través del duro trabajo y decisiones audaces, con el fin de sentar los fundamentos de un liderazgo estadunidense perdurable para las décadas venideras”, Hillary Rodham Clinton se ocupó de equiparar al narcotráfico mexicano actual con el de Colombia de hace dos décadas, a la insurgencia de México y Centroamérica con la del país suramericano.
La admiración “por la valentía y el compromiso del presidente Calderón” --el denominado Eliot Ness, pero éste se ensuciaba las manos y arriesgaba la vida--, no se corresponde con el criticado símil entre México y Colombia –desmentido enseguida por Barack Hussein Obama--, tampoco con la presunta “responsabilidad compartida” entre los dos países vecinos y menos aún con que los gobernantes aztecas están “muy dispuestos a aceptar consejos” del imperio y sus funcionarios.
Justo en ese contexto de cerrada y voluntariosa defensa de la hegemonía estadunidense en el siglo XXI --magno objetivo que llevó al vaquero texano a invadir Afganistán e Iraq, a englobar bajo el marbete de “lucha contra el terrorismo” a todo lo que se resistiera a sus planes geoestratégicos--, llama la atención que sea Santiago Creel Miranda quien trascienda el lenguaje de la condena y ubique algunos objetivos ocultos en el pronunciamiento de la secretaria de Estado. Y les adelante a los vecinos del norte que en México no habrá repetición del Plan Colombia, porque no tiene caso llegar a los mismos o peores resultados. Les recuerda que Álvaro Uribe Vélez, gran aliado de la Casa Blanca y de Los Pinos, con todo y las siete bases militares de Estados Unidos no logró frenar la producción de cocaína y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional controlan una parte sustancial del territorio.
El gobierno de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa está más ocupado, por medio de Alejandro Poiré Romero –la secretaria de Relaciones Exteriores apareció desdibujada--, en desmentir la equiparación de la Colombia de 1990 con el México de 2010 y, para ello, asegura que allá se infiltraron los cárteles en el sistema político y aquí no ha ocurrido, porque “estamos actuando a tiempo”.
La anterior tesis es preciso relativizarla porque el poderío de los cárteles es inconcebible sin la existencia de vínculos con funcionarios claves de los gobiernos de Baja California, Chihuahua, Morelos, Sinaloa y Tamaulipas; con hombres y mujeres de primer nivel en el gobierno federal y sin la gigantesca lavadora que abasteció de recursos a varias de las grandes fortunas amasadas en 40 años de combate oficial al narcotráfico.
Una de las grandes coincidencias entre Colombia y México es que la raíz de la insoportable violencia del crimen organizado está “en la enorme y gigantesca demanda de drogas que hay en Estados Unidos”. La otra semejanza, que omitió Poiré, es el negocio que realizan las trasnacionales estadunidenses con la venta de armas, mientras que México y Colombia ponen a los muertos, 22 millones de estadunidenses viajan placenteramente y el complejo militar industrial se forra de billetes verdes.
Pero nadie le puso una pistola en la sien a los gobernantes colombianos y mexicanos, a los grandes amigos Uribe Vélez y Calderón Hinojosa, para que aceptaran el papel de hacerle el trabajo sucio al gobierno de Estados Unidos, a costa de involucrar a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública --debilitándolas como instrumentos insustituibles para la seguridad nacional--, criminalizando la protesta social –que ahora equipara Hillary Rodham con “una insurgencia en México y en Centroamérica” que hace causa común con el narcotráfico--, y un desastre en materia de garantías individuales y derechos humanos.
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