La convicción de los convocantes, la solidaridad de diversos sectores sociales y de la comunidad artística, encabezada por Rufino Tamayo y Francisco Toledo, así como el entusiasmo de los trabajadores, hizo posible un suceso insólito: la fundación y la sobrevivencia de una institución que prácticamente no tenía capital, ni crédito, ni imprenta, ni local propios, ni mercado publicitario. A las duras condiciones en las que apareció el primer número de La Jornada se agregó la animadversión del poder público, de las cúpulas empresariales y de las corporaciones sectoriales, por entonces todopoderosas.
Desde entonces, y a lo largo de nueve mil 375 ediciones, incluida la presente, este diario se ha consolidado como una opción informativa fundamental para comprender los acontecimientos y los fenómenos que tienen lugar en México, y como punto de referencia del país para los lectores del extranjero. La Jornada ha buscado cubrir la evolución política, económica y social que ha tenido lugar en ese tiempo sin rehuir el posicionamiento editorial pero sin contaminar la información, ha procurado presentar los acontecimientos con la contextualización y el análisis y, sobre todo, se ha mantenido fiel a la línea establecida desde su fundación, lo que significa, en última instancia, fidelidad a sus lectores y a la sociedad a la cual se debe.
La robusta y opresiva normalidad institucional que vivía México en 1984 se ha convertido, en 2010, en una delgada cáscara que amenaza con fracturarse en cualquier momento. Impulsada por los postulados neoliberales –máxima rentabilidad, supervivencia de los más fuertes, sustitución de la solidaridad por la competencia desenfrenada, transferencia masiva de propiedades y atribuciones de la autoridad pública a instancias privadas, depauperación programada del grueso de la población en beneficio de unos cuantos–, la barbarie avanza en forma perceptible en detrimento de la civilización y de la convivencia.
Ante semejante involución, los valores fundacionales de este diario no sólo no resultan desfasados sino que son más actuales y necesarios que nunca: pugnar por una información independiente de los poderes políticos y económicos; preconizar el respeto a la legalidad vigente –respeto al cual tendrían que atenerse, en primer lugar, las propias autoridades–; abogar por la restitución de los filones de soberanía perdidos –soberanía política y diplomática, energética, económica, monetaria, alimentaria y militar–; preservar los principios de separación de poderes, Estado laico, federalismo, municipio libre y certidumbre de los procesos electorales; demandar una política económica que no esté al servicio de las corporaciones financieras e industriales sino, en primer lugar, de los intereses y necesidades de la población; reclamar la observancia de los derechos humanos por las autoridades de todos los niveles y el combate a la impunidad; buscar la expansión, y no la contracción, de las garantías individuales y de los derechos colectivos; propugnar la protección de sectores desprotegidos, agraviados o minoritarios: asalariados y campesinos, mujeres, indígenas, minorías sexuales y religiosas.
En la perspectiva oficial, enunciar la realidad suele tomarse como pecado de enorme pesimismo. En la lógica de la línea editorial de La Jornada, en cambio, el reconocimiento y el recuento de las circunstancias adversas constituye un paso indispensable para salir de ellas, no para alentar la zozobra y la desesperanza. Este diario apostó desde un principio por la inteligencia, el civismo y el sentido crítico de sus lectoras y lectores; ha comprobado, a lo largo de 26 años, que tal cálculo era correcto, y se congratula de haber conformado, con base en la confianza mutua, un acuerdo de largo plazo que hoy refrenda y agradece.
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